Leda o la alabanza de las
dichosas tinieblas
Traducción realizada a
partir del texto de la primera
edición conjunta del Crépuscule des
Nymphes,
à Paris, aux Éditions Montaigne, 1925.
A mi amigo
André Gide.
No se veía casi nada. Una invisible Artemis cazaba bajo
una media luna inclinada tras las ramas negras que
pululaban de estrellas.
Las cuatro corintias permanecían acostadas en la hierba,
cerca
de los tres muchachos. Y no se sabía si la última
osaría hablar tras las otras, tan largo había
sido el
silencio.
Los cuentos no deben narrarse más que en pleno
día.
Desde que llegan las sombras, no se escuchan las voces fabulosas porque
el espíritu fugitivo se sosiega y se habla a sí
mismo
arrobadamente.
Cada una de las chicas yacentes tenía ya un
compañero
secreto, cuyo atractivo había creado a imagen de su
infantil
deseo. Todas abrieron los ojos en la oscuridad cuando el grave
Mélandryon pronunció estas primeras palabras:
- Os contaré la historia del Cisne y de la
nínfula que
vivía a orillas del río Eurotas. Es en alabanza
de las
dichosas tinieblas.
Se incorporó a medias, apoyó una mano en la
hierba y dijo así:
I
En aquel tiempo no había tumbas en los caminos ni templos en
las colinas.
Los hombres casi no existían: no se hablaba. La tierra se
abandonaba a la alegría de los dioses y
favorecía
el nacimiento de divinidades monstruosas. Era cuando Equidna
alumbró a la Quimera y Pasifae al Minotauro. Los
niños
palidecían en los bosques por el miedo al vuelo de los
dragones.
Pues bien, en las húmedas orillas del río
Eurotas, donde
los árboles son tan altos que no se ve nunca la luz,
vivía una jovencita extraordinaria, azulada como la noche,
misteriosa como la luna menguante y dulce como la Vía
Láctea. Por eso la llamaban Leda.
Ciertamente, casi era azul, pues la sangre de los lirios
corría por sus venas, y no como en las vuestras la sangre de
las
rosas. Sus uñas eran más azules que sus manos,
sus
papilas más azules que su pecho, sus codos y sus rodillas
azuladas por completo. Sus labios brillaban con el color de sus ojos,
que eran azules como el agua profunda. Sus sueltos cabellos eran
oscuros y azulados como el cielo nocturno y caían a lo largo
de
sus brazos, de forma que parecía alada.
Ella tan solo amaba el agua y la noche.
Su placer era caminar por las esponjosas orillas de los
ríos,
donde sentía el agua sin verla y sus pies desnudos
tenían los escalofríos del gozo de mojarse
oscuramente.
Pues no se bañaba en el río por temor a
las
celosas
náyades ni quería abandonarse por
completo al
agua. Sin embargo, ¡cómo le gustaba sentir la
humedad!
Metía en la rápida corriente las puntas de sus
cabellos y
los pegaba a su pálida piel con dibujos lentamente curvados.
O
bien tomaba en el hueco de su mano un poco del frescor del
río,
que ella hacía resbalar entre sus jóvenes senos
hasta el
pliegue de sus piernas redondas, donde se perdía. O bien se
recostaba en el húmedo musgo para beber dulcemente de la
superficie del agua, como un cervatillo silencioso.
Así pasaba su vida y pensando en los
sátiros.
Algunos se habían acercado por sorpresa, pero huyeron
asustados pues la tomaron por Febe, cruel con quienes la ven
desnuda. Habría querido hablarles si se hubieran detenido
cerca
de ella. Su aspecto la llenaba de asombro. Una noche que
caminó
por el bosque porque había llovido y la tierra
estaba muy
mojada, vio de cerca a uno de estos semidioses dormido; pero tuvo miedo
y regresó rápidamente. Desde entonces se
inquietaba por
las cosas que no comprendía.
También había comenzado a observarse, se
encontraba
misteriosa. Fue una época en que se sintió muy
sentimental y lloró sobre sus cabellos.
Cuando las noches eran claras, se miraba en el agua. Una vez
pensó que lo mejor sería recoger y anudar la
cabellera
para desnudar su nuca, pues al acariciársela con la mano
consideró que era hermosa. Escogió un
junco flexible
para hacerse un moño azul y se fabricó una corona
con
cinco largas hojas acuáticas y un lánguido
nenúfar.
Después decidió pasearse así, pero
nadie la miraba
porque estaba sola. Entonces se sintió desgraciada y
dejó
de jugar consigo misma.
Aunque su espíritu no se conocía, su cuerpo
esperaba ya el batir de las alas del Cisne.
II
Una tarde, en que apenas se había despertado y
deseaba retomar el sueño pues un largo
río de luz
amarilla brillaba aún en la noche del bosque, un ruido en el
cañaveral atrajo su atención y
contempló la
aparición del Cisne.
La hermosa ave era blanca como una mujer, esplendorosa y rosada como la
luz y radiante como una nube. Parecía la idea misma del
mediodía, su forma, su esencia alada. Por eso se llamaba
Zeus.
Leda observó que revoloteaba al andar un poco. De lejos,
giró en
torno a la ninfa y la contempló de lado. Cuando
estuvo muy cerca, se aproximó más y,
elevándose sobre sus largas patas rojas, desplegó
lo más alto que pudo la gracia undosa de su cola ante los
jóvenes muslos azulados y hasta el dulce pliegue sobre la
cadera.
Las asombradas manos de Leda tomaron con cuidado la cabecita y
la colmaron de caricias. Cada pluma del ave se estremeció.
Con sus alas profundas y suaves abrazó las piernas desnuda y
las hizo plegarse. Leda se dejó caer en la tierra.
Se puso las dos manos sobre los ojos. No tenía miedo ni
vergüenza, sino una inexplicable alegría y los
latidos de su corazón elevaban sus pechos.
No sospechaba lo que acaba de ocurrir ni lo que podía
ocurrir. No entendía nada. Ni siquiera por qué
estaba tan feliz. Sentía a lo largo de sus brazos el tacto
de la cola del Cisne.
¿Por qué había venido?
¿Qué había hecho ella para que
viniera? ¿Por qué no había huido como
los otros cisnes en el río o los sátiros en el
bosque? Desde que tenía memoria, siempre había
estado sola. Tampoco conocía tantas palabras como para
pensar y el suceso de esta noche era tan
desconcertante... Este Cisne... este Cisne... No lo había
llamado. Ni siquiera lo había visto. Dormía y
vino.
No se atrevía a mirarlo fijamente ni a moverse por temor a
que se fuera. Sentía sobre el fuego de sus mejillas el
frescor del batir de sus alas.
De repente parece retroceder y sus caricias son diferentes. Leda se
abre como una flor azul del río. Entre sus rodillas
frías siente el calor del cuerpo del ave. Grita:
¡Ah...! ¡Ah...! Y sus brazos tiemblan como
pálidas ramas. El pico la había
penetrado y la cabeza se movía en ella con
voracidad, como si le comiera las entrañas, deliciosamente.
Entonces fue el sollozo de abundante felicidad. Ella -con los ojos
cerrados- dejó
caer hacia atrás su cabeza enfebrecida, arrancó
la hierba con sus dedos y
crispó sobre el vacío sus piececitos convulsos,
que se distendieron en el silencio.
Durante un buen rato permaneció inmóvil. Con el
primer gesto, su mano se encontró bajo
ella el pico ensangrentado del Cisne.
Se incorporó y vio a la gran ave blanca delante del
estremecimiento claro del río.
Quiso levantarse, el Cisne se lo impidió.
Quiso tomar un poco de agua en el hueco de su mano y refrescar su
doliente gozo, el ave la contuvo con su ala.
La tomó, entonces, en sus brazos y cubrió de
besos el denso plumaje, que se erizaba bajo sus labios.
Después se tumbó en la ribera y se
durmió profundamente.
A la mañana siguiente, al clarear el día, una
sensación nueva la despertó bruscamente:
sintió como si algo se desprendiera de su cuerpo.
Un gran huevo azul, brillante como un zafiro, rodó
ante ella.
Quiso tomarlo y jugar con él o incluso cocerlo en cenizas
calientes como había visto hacer a los sátiros,
pero el Cisne lo cogió con su pico y lo depositó
bajo un montón de inclinadas cañas.
Extendió sobre él sus alas desplegadas mientras
miraba fijamente a Leda y en un solo impulso ascendió tan
alto y tan lentamente que desapareció en el alba con la
última estrella blanca.
III
Leda pensó que con las próximas estrellas el
Cisne volvería y lo esperó en el
cañaveral del río, cerca del huevo azul que
había nacido de su unión milagrosa.
El Eurotas estaba lleno de cisnes, pero aquél no
volvió más. Lo habría reconocido entre
miles. Incluso, con los ojos cerrados, lo habría sentido
aproximarse. Pero no volvió. Estaba segura.
Arrojó su corona de flores al agua, la dejó
perderse en la corriente, soltó su cabellera azul y
lloró.
Cuando secó sus ojos y miró, había
allí un sátiro. No lo había
oído acercarse.
Ya no se parecía a Febe. Había perdido su
virginidad. Nunca más le temerían los
sátiros.
De un salto se puso en pie y retrocedió asustada.
El fauno le preguntó dulcemente:
- ¿Quién eres?
- Soy Leda, respondió.
Calló un instante y prosiguió:
- ¿Por qué no eres como las otras ninfas?
¿Por qué eres azul como el agua y la noche?
- No lo sé.
La miraba muy extañado.
- ¿Qué haces aquí completamente sola?
- Espero al Cisne.
Ella miró hacia el río.
- ¿Qué Cisne? Preguntó él.
- El Cisne. No lo llamé, nunca lo había visto,
pero vino. Estoy tan confusa. Escucha.
Le contó lo sucedido y apartó las
cañas para mostrarle el huevo azul de la mañana.
El sátiro comprendió, se echó a reir y
dio explicaciones groseras que ella intentaba contener
poniéndole a cada palabra la mano en la boca.
Gritó:
- No quiero saberlo. No quiero. ¡Oh! ¡Oh! Me has
enseñado. ¡Oh! ¡Es posible! Ya no lo
podré amar y seré desgraciada hasta la muerte.
Apasionadamente la cogió de los brazos.
- ¡No me toques! ¡Oh! ¡Con lo feliz que
yo era esta mañana! ¡No comprendía
cuánto lo era! ¡Si volviera ya no
podría amarlo! ¡Ahora que me lo has dicho!
¡Qué malvado eres!
La abrazó y le acarició los cabellos.
- ¡Oh! ¡No! ¡No! ¡No!...
¡No! Gritó aún. ¡Oh!
¡Tú no! ¡Oh! ¡Eso no!
¡Oh! ¡El Cisne! Si volviera... Todo ha
terminado, todo ha terminado.
Permaneció con los ojos abiertos, sin llorar, la boca
abierta y las manos temblorosas por el espanto.
- Querría morir. No sé si soy mortal.
Querría morir en las aguas, pero tengo miedo de las
náyades, de que no me acojan entre ellas. ¡Oh!
Qué he hecho.
Ella sollozaba ruidosamente sobre su brazo.
Una voz grave habló delante de ella. Cuando abrió
los ojos, vio al dios del río coronado de verdes hierbas que
surgía de entre las aguas, apoyado en su cayado de madera
clara.
Decía:
- Tú eres la noche y has amado al símbolo de todo
aquello que es luz y gloria y te has unido a él. Del
símbolo ha nacido el símbolo y del
símbolo nacerá la Belleza. Se encuentra en el
huevo azul que ha salido de ti. Desde el comienzo del mundo sabemos que
se llamará Helena y hasta el último hombre
sabrá que ha existido. Has estado llena de amor porque lo
has ignorado todo. Es en alabanza de las dichosas tinieblas. Pero
también eres mujer y en la tarde del mismo día el
hombre te ha fecundado. Llevas también en ti el ser oscuro
que no será nada más que él mismo, que
su padre no había previsto y que el hijo
ignorará. Tomaré el germen en mis aguas.
Permanecerá en la nada. Estás llena de odio
porque lo has comprendido todo. Yo te haré olvidar. Es en
alabanza de las dichosas tinieblas.
Ella no comprendió bien lo que le había dicho,
pero se lo agradeció entre lágrimas.
Entró en el lecho el río para purificarse del
sátiro y, cuando volvió a la orilla,
había perdido todo recuerdo de su dolor y de su gozo.
Mélandryon calló. Las mujeres permanecieron en
silencio. Rhéa preguntó:
- ¿Y Cástor y Pólux? No has dicho nada
de ellos. Eran los hermanos de Helena.
-No. Es una falsa leyenda. Ellos nos son interesantes. Sólo
Helena nació del Cisne.
- ¿Cómo lo sabes?
- ...
- ¿Por qué has dicho que el Cisne la
hirió con el pico? Eso no está en la
fábula ni es verosímil... ¿Y por
qué has dicho que Leda era azul como el agua durante la
noche? Tendrás una razón para ello.
- ¿No has oído las palabras del Río?
Nunca hay que explicar los símbolos. Nunca se debe
penetrarlos. Tened confianza. ¡Ah! No dudéis.
Quien ha creado el símbolo ha escondido en él una
verdad que no ha considerado necesario manifestarla. Si no
¿para qué simbolizar? No debemos desgarrar las
Formas, pues ellas esconden lo Invisible. Sabemos que en los
árboles hay adorables ninfas encerradas y que, cuando el
leñador los corta, la dríada está ya
muerta. Sabemos que a nuestras espaldas hay sátiros
danzantes y desnudeces divinas, pero no hay que volverse: ya
habrá todo desaparecido. El reflejo ondulado de las aguas es
la verdad de la náyade. El chivo erguido entre las cabras es
la verdad del sátiro. Cada una de vosotras es la
verdad de Afrodita. Pero no es necesario decirlo, no es
necesario saberlo, no es necesario buscarlo para comprenderlo. Tal es
la condición del amor y del gozo. Es en alabanza de las
dichosas tinieblas.


Esta traducción,
realizada por José Luis Gamboa,
está bajo una licencia
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