Eran cuatro y los conocí bien. Los
llamaremos Théodore, Théodule,
Théophile et
Théophraste.
Aunque no eran hermanos, vivían juntos y no se separaban un
minuto.
No se podía ver a uno sin que aparecieran los otros tres.
El jefe de la cuadrilla era Théophraste, el
último nombrado, el hombre de los Caracteres y pienso que
era
digno de encabezar el grupo porque sabía conducirse a
sí
mismo.
Una especie de puritano seco, cargado de certidumbres, meticuloso y
auscultador. Exteriormente, parecía una mezcla de tejón y de
tasador
de una sucursal de monte de piedad en un barrio pobre.
Cuando se le daba los buenos días, tenía siempre
el
aspecto de recibir algo en prenda y su respuesta recordaba
a la evaluación de un experto.
Interiormente, su alma era la cuadra de un mulo terco, de aquellos que
crían con tanta solicitud en Inglaterra o en la ciudad de
Calvino para el transporte de sepulcros blanqueados.
No quería, sin embargo, que se le creyera protestante, se
decía católico hasta la punta de los cabellos,
ostensiblemente ponía a secar su corazón en el
rodrigón de la Viña de los elegidos.
Su natural era de ser casto y, sobre todo, de parecerlo. Casto como un
clavo, como un secador, como un arenque ahumado. Sus
acólitos lo
proclamaban inmarcesible y perenne, no menos albo y lactescente que la
nítida túnica de los ángeles.
¿Osaré decirlo? Miraba a las mujeres como a la
caca y
el colmo de la demencia habría sido incitarle a
algún
atrevimiento. En general, desaprobaba el acercamiento de los sexos y
cualquier palabra que evocara el amor le parecía una
agresión personal.
Era tan casto que hubiera condenado la falda de los suavos.
Tal era, a grandes trazos, la fisonomía del jefe.
***
Séame permitido esbozar a los otros.
Théodore era el león del grupo. Él era
el orgullo,
el juego y quien daba un paso al frente cuando se trataba de diplomacia
y persuasión, pues a Théophraste le faltaba
elocuencia.
Es verdad que en estas ocasiones, Théodore se emborrachaba
para
rugir mejor, pero lo hacía para satisfacción
general.
Era un leoncillo de la Gascuña, desgraciadamente privado de
melena, que se vanagloriaba de pertenecer a la célebre
familia,
hoy algo menos brillante, de los Théodore de Saint-Antonin y
de
Lexos, cuya gloria conocen las orillas del Aveyron.
No es oportuno ignorar que sus armas, las fieras y nobles
armas de sus antepasados, estaban esculpidas en el pórtico o
en
otro lugar de la catedral de Albi o de Carcassonne. El viaje
era demasiado caro como para que se realizara una
verificación,
inútil además, pues él daba su palabra
de
gentilhombre.
Esas armas calcadas con cuidado en papel vegetal, en la Biblioteca
Nacional, no me fueron mostradas, pero su divisa
(
¡Hacia allí, por los clavos de
Cristo!) siempre
me ha parecido tan simple como magnífica.
En pocas palabras, este Théodore fascinaba, deslumbraba a
sus
amigos, cuyos ascendientes no eran más que labriegos. Sin
embargo, no podía ser el jefe porque el brillo debe ceder
ante
la sabiduría. Era el apagado pero impecable
Théophraste
quien los había agavillado para que las tormentas
de la
vida no pudieran romperlos. Era él quien los
mantenía
así cada día, enseñándoles
la virtud, a
vivir y a pensar, y el ferviente Aquiles había noblemente
aceptado obedecer al oracular Néstor.
Théodule y Théophile pueden ser despechados con
pocas
palabras. El primero sólo tenía remarcable su
aparente
robustez de buey dócil y completamente inconsciente, a quien
se
le puede hacer labrar un cementerio. Era feliz con machar bajo el
aguijón y casi no necesitaba luz.
El segundo, al contrario, lo hacía por temor. No encontraba
lo del
haz ni espiritual ni divertido; pero habiéndose dejado liar
por
Théophraste, no se atrevía ni siquiera a pensar
en una
deserción y le aterrorizaba disgustar a este hombre temible.
Era un muchacho muy joven, casi un niño, que hubiera
merecido, creo, mejor suerte pues me pareció dotado
de
inteligencia y de sensibilidad.
***
Ahora viene la idea miserable, el imbécil trasto de idea
cuyos
arreos formaron estos cuatro individuos. Si alguien puede descubrir una
más mediocre, le agadeceré que me la
haga saber.
Habían imaginado realizar con cuatro la misteriosa
asociación de los
Trece soñada por Balzac.
Ensoñación pagana, como jamás hubo.
Eadem velle, eadem nolle,
decía Salustio, uno de los más atroces
canallas de la antigüedad.
No tener más que una sola alma y un solo cerebro repartido
bajo
cuatro epidermis; es decir, a fin de cuentas, renunciar a su
personalidad, convertirse en número, en cantidad, en bloque,
en
fracción de un ser colectivo. ¡Qué
genial
ocurrencia!
Pero el vino de Balzac, demasiado embriagador para estas pobres
cabezas, los intoxicó y este estado les pareció
divino y
se coaligaron por juramento.
¿Han leído bien?
Por juramento. ¿Sobre
qué
evangelio, sobre qué altar, sobre qué reliquias?
Desgraciadamente, no me lo dijeron, pues me hubiera gustado saberlo.
Todo lo que pude averiguar o conjeturar es que, por fórmulas
execratorias y habiendo invocado como testigos a todos los abismos, se
conjuraron para no tener otro pensamiento en esta absurda existencia
que no fuera el del grupo ni amar o detestar nada que no fuera amado o
detestado en común ni guardar el menor secreto, para leerse
todas sus cartas y para vivir juntos perpetuamente, sin separase ni un
solo día.
Naturalmente, Théophraste debió ser el instigador
de este acto solemne. Los otros nunca hubieran ido tan lejos.
Empleados los cuatro en la misma oficina de un ministerio, les fue
posible llevar a cabo la parte esencial del programa.
Compartían
madriguera, mesa, trajes, acreedores, paseos, lecturas, desonfianza u
horror ante todo lo que no perteneciera a su cuadrilla y se equivocaban
igual acerca de los hombres y de las cosas.
A fin de estar más unidos,
dejaron indecentemente a sus
antiguos
amigos y a sus benefactores, entre los cuales había
un gran
artista al que habían tenido la increíble suerte
de
interesar un instante y quien intentó prevenirles contra la
tendencia de caminar a cuatro patas como los cerdos...
Pasaron los años, los mejores años de sus vidas,
pues
Théophraste, el mayor, apenas tenía
treinta cuando
comenzó la asociación. Fueron casi
célebres. El
ridículo sugía de tal manera a su paso, que
debieron
cambiar muchas veces de barrio.
Las buenas gentes se paraban a ver pasar estos cuatro hombres tristes,
estos esclavos encadenados a la Estupidez, vestidos igual y marchando
al mismo paso, que parecían arrastar sus almas por el suelo
y
que vigilaban con atención las miradas llenas de sospechas.
***
Naturalmente, esto debía acabar en drama. Un día,
el inflamable Théodore se enamoró.
Tenían tan pocas relaciones como fueran posibles, pero
alguna
había. Una joven, a la que Dios no maba, creyó
obrar bien
casándose con un gentilhombre cuyas armas ciertamente
embellecían la catedral de Albi o la de Carcassone.
Entiéndase bien que no he de contar la historia infinitamente
complicada de este matimonio que modificó de la manera
más completa y profunda la mecánica existencia de
nuestros héroes.
Desde las primeras tentaciones del mal, Théodore, fiel al
progama, abrió su corazón a sus tres amigos, cuyo
estupor
llegó al colmo. Primero, Théophraste dio rienda
suelta a
su indignación sin límites y derramó,
en
términos atroces, el más negro veneno sobre todas
las
mujeres sin excepción.
Estuvieron a punto de batirse y la Santa Alianza a dos dedos de
disolverse.
Théodule se licuó de dolor, mientras que
Théophile, hambriento secretamente de independencia y
rezando
para que estallara una revolución, no se atrevió
a
pronunciarse y guardó un silencio taciturno.
No obstante, todo se calmó, se restableció el
equilibrio
artificial; cada bloque, removido un instante, volvió
pesadamente a su hueco, y el terrible rector Théophastre,
considerando que su tropa, en suma, había reafirmado su
unidad,
terminó sintiéndose satisfecho ante la esperanza
de un
domio más amplio.
Los inseparables fueron en grupo a pedir, para Théodore, la
mano de la infortunada, que no vio el abismo al que la precipitaba su
ciego deseo de desposar a un muchacho de prez.
El infierno comenzó desde el primer día. Se
había convenido que continuara la vida en común.
Los nuevos esposos obtuvieron, es verdad, que los dejaran solos durante
la noche, pero se mantuvo, como antes, que todos estuvieran levantados
a una cierta hora y que nadie rechistara ante la observancia del
reglamento más monástico.
Théodore debió dar cuenta exactamente, cada
mañana, de lo sucedido en la oscuridad de la
habitación conyugal, y la pobre chica pronto
descubrió con espanto que se había casado con
cuatro hombres.
El futuro más horroroso se desarrolló ante sus
ojos al día siguiente de sus tristes nupcias. Vio claramente
la estupidez innoble de quien ahora era su marido y el envilecedor
estado de esclavitud que resultaba de esta agrupación de
imbéciles.
Sus cartas fueron abiertas por el odioso Théophrastre
y leídas en voz alta ante los otros tres, en su presencia.
El bisonte
esparció sus excrementos y su baba impura sobre las
confidencias de mujeres, de madres, de chicas.
Con el consentimiento de su marido, la tiranía de este
figurón abominable se ejerció en su aseo, en su
vestimenta, en su alimentación, en sus palabras, en sus
miradas y en sus menores gestos.
Sofocada, pisoteada, ajada, desesperada, cayó en un profundo
silencio y comenzó a envidiar con toda su alma a los
dichosos que viajan en coche fúnebre y sin cortejo
alguno.
***
Al prinipio, el grupo la encerraba bajo siete llaves cuando iba a la
oficina, donde la administración no le permitía
que estuviera.
Gravísimos inconvenientes obligaron a relajar este rigor.
Entonces ella fue libre o debió creerse libre de ir y venir unas ocho horas diarias.
Lo que ignoraba era que la portera, generosamente pagada, tomaba nota
de sus entradas y salidas y que espías apostados en las
calles vecinas observaban minuciosamente su día a
día.
La prisionera aprovechó este simulacro de riendas sueltas
para embriagarse con un aire diferente al del claustro infame en el que
ni siquiera osaba respirar.
Visitó a sus padres, a antiguas amigas, se paseó
por el bulevar y a lo largo de los muelles. Castigada con unas escenas
de violencia diabólica, fue aún más
infeliz, pues Théodore, además de sus otras
encantadoras cualidades, era celoso como un Barba Azul de Kabylie.
Aquello fue la gota que colmó el vaso y ocurrió
lo que natural e infaliblemente debía ocurrir bajo
tal régimen.
La señora Théodore escuchó sin
disgusto las proposiciones de un extraño, a quien creyó un genio en comparación con tales
idiotas. También lo vio tan hermoso como un Dios porque no
se les parecía, lo supuso infinitamente generoso
porque le hablaba con dulzura y se convirtió en su amante
con indecible alegría.
Lo que siguió ha sido contado estos últimos
días.
Pero me han dicho que, la misma tarde de la caída, estando
los cuatro hombres reunidos, se les apareció el
Demonio.