Sienta bien hablar con un hombre
que no tiene más que una cabeza.
JULES VALLÈS
- Y el miserable ha muerto colmado de bienes, tal como
vivió. Ni
siquiera tuvo la excusa de ser un derrochador, un pródigo.
Se
dice que era el primero en el mundo para colocar ventajosamente su
capital. Ha muerto sin desvalimiento alguno, en plena
posesión
de sí mismo, aunque muy viejo, como un patriarca anterior al
diluvio. Esto me parece demasiado. Sin pedir con frecuencia "el dedo de
Dios", como un colegial amamantado por los buenos padres. Incluso, por
el honor de la Justicia, se habría querido que la
agonía
de este malhechor hubiera sido menos dulce.
Así hablaba un hombre sin malicia que ofuscaba la insolente
gloria del marqués de la Torre de Pisa.
Este conocidísimo personaje acababa de expirar. Durante
mucho tiempo se le creyó eterno. Nacido en la alegre
Inglaterra, desde el comienzo de la emigración, cuando Luis
XVI tenía aún su cabeza sobre los hombros, un
rumor público le motejaba aún de lozano
galán a las puertas de los noventa. Prodigio poco
verificado, sin duda, pero acreditado por el entusiasmo de algunos
frioleros discípulos, los cuales habían
sobrepasado ellos mismos los sesenta años.
El hecho es que el marqués Héctor de la Torre de
Pisa lanzaba rayos, como una custodia. Pasaba por indiscutible que en
otro tiempo algunas reinas reventaron de amor "al entrar en su
habitación" y que una multitud de Ariadnas lloraba por su
causa.
Mucho antes de la célebre Beauvier que nos consuela,
supo subastar su persona e incluso ponerla
en acciones. De ahí su opulencia. Hasta en los
últimos días, se ha visto a las más
altivas familias pagar muy caro los retales de su alcoba...
Ésta era al menos la leyenda universalmente aceptada sobre
este come-corazones, cuyos botones de los pantalones, montados sobre
pendientes, son vistos en la actualidad como inestimables joyas.
- Mi querido señor, responde la Comadrona, usted no estuvo
allí. Yo tampoco asistí a la muerte de este
crápula, pero puedo aseguraros que nunca nadie fue por
Ixión más cruelemente castigado. Imaginad todo lo
que queráis, pero nunca llegaréis a este horror.
Sentaos sobre este feto que os tiende los brazos y prestadme
atención. Esta mañana tengo ganas de contar.
***
El marqués Héctor era un hermoso hombre, es
cierto, y tenía todo el aspecto de un gran señor.
Sus detractores nunca encontaron el medio de negarlo. Era tan diferente
a
la multitud que en cuanto hacía acto de
presencia, diríase que todo el mundo se
parecía.
Habría podido dejarse ver en público a cambio de
dinero, como un verdadero monstruo. Se contentó con
mostrarse en privado a cambio de sumas considerables que,
además, colocaba con un extremo juicio en las empresas
más seguras. Es conocido su olfato de especulador, que
manifestaba en medio de las peores complicaciones.
Pero esto apenas si tiene interés. En una época
en la que todos los hombres están en el camino, casi
sin excepción, la prostitución de este
gentilhombre y sus concomitantes aptitudes financieras no tienen nada
de increíble. Las dos cosas van juntas.
Tengo mejores cosas que ofreceros, y es un horror
difícilmente imaginable el que os he prometido,
¿no? Si vuestra sed de expiación no se calma tras
mi relato, es porque nada será capaz de hacerlo.
En primer lugar, ¿sabéis qué
debía expiar? No. Os imagináis, como
recién llegado, la existencia más o menos odiosa
de un vampiro exclusivamente ocupado en sus torpezas, que
desaprovechó casi un siglo, a lo largo del cual
corrió como un arroyo de putrefacción, que
jamás miró el rostro de quienes penaban y
sufrían. Perspectiva trivial, mi digno señor. Se
trata de otra cosa muy diferente.
Me hacéis, sin duda, el honor de creer que me río
del secreto profesional, como debe hacer toda comadrona, de primera
clase, claro. Dejémoslo a los médicos que no
tienen otro medio de evitar la cárcel la mayoría
de las veces.
¡Bien! Tuve por cliente al bello Héctor,
que se casó dos veces y que mató al menos a una
de sus dos esposas, sin que me necesitara para este tarea. Trabajaba
perfectamente bien él solo y no recurrió a nadie.
Asistí a su primera mujer, después a
la segunda, diez años más tarde, hacia el final
del reinado de Louis-Philippe, como si se tratara de unas
porteras o unas putas. El marqués quiso estar a solas
conmigo
en una y otra ocasión.
La primera vez nos encontramos una cosa sin ojos ni boca, que
tenía a guisa de nariz una especie de membrana
fláccida y colgante que yo no os describiré,
hombre impresionable... La Torre de Pisa, que tenía la
sangre fría de un muerto, se apoderó del aborto
antes de que pudiera impedirlo y se lo dio a besar a la madre, que
murió a las dos horas.
El segundo hijo del marqués vino provisto de dos cabezas
sobre un huso de cuerpo, casi sin piernas ni brazos. Era una
variación de la misma imagen.
Esta vez la parturienta no pudo ver nada. Enrollé en mi
delantal la pequeña abominación y
corrí fuera del dormitorio. Perdí al noble
señor como cliente, pero adiviné muchas cosas y
más tarde comprendí otras...
***
- Estáis persuadido, continuó la terrible matrona
mientras bajaba la voz de manera extraña, que acabo de
contaros el Crimen y el Castigo. Ya se afloja el hilo de cobre de
vuestra
implacable justicia, como lo harían las cuerdas de una
guitarra en la que treinta perros se hubieran orinado. Pues os
equivocáis.
En nuestra tarea se está en la boca de la alcantarilla y se
ve salir de ella tales cosas que, a la larga, es difícil que
algo te sorprenda. Sin embargo, señor, el hombre del que
hablamos me asombró y me asombra aún hasta el
terror.
Y si sólo fuera lo que acabáis de oír,
este hombre sería, en definitiva, un
horrible canalla más entre la multitud de nuestos canallas y
apenas merecería que se le mencionara. Pero, os lo repito,
es otra cosa, y el castigo os hará temblar si sois capaz de
comprenderlo.
¿Os habéis percatado de que el
fenómeno monstruoso se reprodujo, con un
intérvalo de diez años, en dos mujeres
legítimas, casadas
por dinero, claro? Estoy persuadida de que la experiencia
habría dado indefinidamente el mismo resultado.
Para hablar claro, el marqués era un IDÓLATRA, un
ferviente y riguroso idólatra, configurado en su interior a
imagen de su Dios y que no podía más que
reproducirla exteriormente en sus tentativas de progenitura.
En su casa adoraba, en un oratorio misteriosamente iluminado, esa
parte de su cuerpo que los sacerdotes de Cibeles tenían en tan gran honor. Lo había hecho moldear sobre
él mismo por un obrero habilísimo y el objeto,
expuesto en una especie de tabernáculo, recibía
cada día las obsecraciones de este Coribante que los
mundanos creían un vividor -exactamente igual a como los
besugos del internado han dictaminado que el budista Charcot es un
médico-. Nunca se sabrá cuántas
personas son otra cosa a la que aparentan a los ojos de sus
coetáneos.
Éste, señor, fue su verdadero crimen, el atentado
supremo para quienes saben y para quienes ven en las profundidades. Lo
demás proviene de ello.
He aquí, ahora, la expiación que duró
diez años, hasta la víspera de su muerte.
Cada noche, un enorme y bellísmo anciano, que las
más altaneras habían amado y que
conocían ya todas las merodeadoras, era
invariablemente vuelto a colgar en las sombras.
Era conocido su gusto y el diálogo se
circunscribía, todo lo crapuloso que es posible en una
mujer, a humillarlo, pues desempeñaba el papel de un cliente
vicioso consumido por inconfesables deseos.
Al cabo de unos minutos, infaliblemente cronometrados, claro, llegaban
a un acuerdo.
Entonces, la mujer se apoyaba en la pared, le tendía
alternativamente uno y otro pie y el octogenario, echado en el suelo
-hiciera el tiempo que hiciera-, lamía, gruñendo
de gusto, las suelas de los botines.
Esta fue la última exigencia del Diosecillo de este
triunfador al que tres generaciones de imbéciles pusieron a la altura de
Don Juan.