Los cautivos de Longjumeau.
El Postillon de Longjumeau
anunció ayer el fin deplorable de los dos Fourmi. Esta hoja,
recomendada con justicia por la abundancia y la calidad de sus
informaciones, se perdía en conjeturas sobre las misteriosas
causas de la desesperación que llevó al suicidio
a este matrimonio que todos creían feliz.
Casados muy jóvenes y siempre como al día
siguiente de sus nupcias desde hacía veinte años,
nunca habían abandonado la ciudad ni un solo día.
Aliviados por la previsión de sus autores de cualquier
problema monetario que pudiera envenenar la vida conyugal, ampliamente
provistos -al contrario- de todo lo necesario para aderezar este tipo
de unión legítima sin duda; pero tan poco
conforme a ese deseo de vicisitudes amorosas que ordinariamente
atormenta a los versátiles humanos, realizaban a los ojos
del mundo el milagro del cariño a perpetuidad.
Una bella tarde de mayo, el día siguiente a la
caída de M. Thiers, el tren les había traido con
sus padres, venidos para instalarlos en la deliciosa propiedad que
debía proteger su dicha.
Los longjumelinos de corazón puro habían visto
pasar con ternura a esta bonita pareja, que el veterinario
comparó sin vacilar con Pablo y Virginia.
En efecto, estaban ese día realmente bien y recordaban a los
pálidos hijos de gran señor.
Maître Piécu, el notario más importante
del cantón, les había adquirido, a la entrada de
la ciudad, un verde nido que los muertos les habría
envidiado, pues debemos reconocer que el jardín
hacía pensar en un cementerio abandonado. Este aspecto no
les disgustó, sin duda, ya que no hicieron ningún
cambio y dejaron crecer los vegetales en libertad.
Por servirme de una expresión profundamente original de
maître Piécu, vivieron
en las nubes, sin ver casi a ninguna persona no
por malicia o desdén, sino porque sencillamente no pensaron
en ello jamás.
Considerando la brevedad de la vida, habría sido
necesario
desenlazarse algunas horas o algunos minutos, interumpir los
éxtasis; estos
esposos extaordinarios no tuvieron el valor.
Uno de los más grandes hombres de la Edad Media,
maître Jean
Tauler, cuenta la historia de un eremita a quien un visitante
inoportuno vino a pedir un objeto que se encontaba en su celda. El
ermitaño se vio en la obligación de entrar en su
aposento para cogerlo, pero nada más pasar se
olvidó de qué se trataba, pues la imagen de las
cosas exteriores no podían permanecer en su
espíritu. Salió, por lo tanto, y rogó
al visitante que le dijera lo que quería. Éste
renovó su petición. El solitario
volvió a entrar, pero antes de coger el objeto, ya lo
había olvidado. Tras muchos intentos, se vio en la necesidad
de decir al inoportuno: -Entrad y buscad lo que queréis,
pues no puedo guardar
vuestra imagen en mí el tiempo necesario para
hacer lo que me pedís.
El señor y la señora Fourmi me han recordado con
frecuencia a este eremita. Con gusto habrían dado todo lo
que le pidieran si se hubieran podido acordar de ello un solo instante.
Sus despistes eran famosos: hasta en Corbeil se hablaba de ellos. Sin
embargo, no parecían sufrirlo y la "funesta"
resolución que ha terminado con sus existencias,
generalmente envidiadas, debe parecer inexplicable.
***
Una vieja carta de aquel desgraciado Fourmi, a quien
conocí
antes de su matrimonio, me ha permitido reconstruir de forma inductiva,
toda su lamentable historia.
Hela aquí. Posiblemente se constate que mi amigo no
era ni un loco ni un imbécil.
"... Por décima o vigésima vez, querido amigo, te
faltamos a la palabra. Es excesivo. Cualquiera que sea tu paciencia,
supongo que debes estar cansado de invitarnos. La verdad es que esta
vez, como las anteriores, no tenemos excusas, ni mi mujer ni yo. Te
habíamos escrito para que supieras de nosotros y no
teníamos nada que hacer. Sin embargo, perdimos el
tren,
como siempre. Hace quince
años que perdemos todo los trenes y todos los coches
públicos, hagamos
lo que hagamos.
Es infinitamente estúpido, de un ridículo atroz,
pero
comienzo a creer que este mal no tiene remedio. Es una especie de
graciosa fatalidad de la que somos víctimas. No hay nada que
hacer. Nos ha ocurrido que nos hemos levantado a las tres de la
mañana o incluso de no dormir para no perder el tren de las
ocho, por ejemplo. Pues bien, querido, el fuego prendió en
la
chimenea en el último momento, sufrí una
torcedura a
mitad de camino, el vestido de Juliette se enganchó en la
maleza, nos dormimos en el banco de la sala de espera sin que la
llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertara a tiempo,
etc., etc. La última vez, olvidé mi monedero.
En fin, lo repito: hace quince años que esto dura y y siento
que es el principio de nuestra muerte. Por su causa,
tú lo sabes, lo he perdido todo, me he alejado de todo el
mundo, me consideran un egoísta monstruoso y mi pobre
Juliette se ve envuelta en el mismo rechazo. Desde la llegada a este
maldito lugar, he faltado a setenta y cuatro entierros, doce bodas,
treinta bautizos, un millar de visitas o gestiones indispensables. He
dejado morir a mi suegra sin verla una sola vez, aunque ha estado
enferma casi un año, y esto nos ha costado tres cuartas
partes de su herencia, de las que nos privó con rabia la
víspera de su fallecimiento mediante un codicilo.
No terminaría nunca si detallara la enumeración
de las meteduras de pata y desgracias ocasionadas por esta
increíble circunstancia de no podernos alejar nunca de
Longjumeau. Para resumirlo en una frase, estamos cautivos,
desde ahora privados de esperanza y vemos llegar el momento en
el que esta condición de galeotes dejará de
sernos insoportable..."
No reproduzco el resto en el cual mi triste amigo me confía
cosas demasiado íntimas como para que las pueda publicar.
Pero doy mi palabra de honor de que no era un hombre vulgar, de que fue
digno de la adoración de su mujer y de que estos dos seres
merecieron terminar mejor que de la forma bestial y sucia en que lo
hicieron.
Ciertos detalles, que pido permiso de guardar para mi, me hacen pensar
que la infortunada pareja era realmente víctima de una
tenebrosa maquinación del Enemigo de los hombres, quien los
condujo, con la ayuda de un notario evidentemente infernal, a ese
rincón de Longjumeau de donde nada tuvo el poder de
arrancarlos.
En verdad creo que no pudieron
huir, que había en torno a su residencia un cerco de tropas invisibles
seleccionadas a propósito para sitiarlos y a las
cuales ninguna energía habría sido capaz de
vencer.
***
La prueba para mí de una influencia diabólica es
que los Fourmi estaban devorados por la pasión de los
viajes. Estos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios.
Antes de casarse, habían estado sedientos por recorrer el
mundo. Cuando sólo eran novios, se les vio en Enghien, en
Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montretout. Un
día, fueron hasta Saint-Germain.
En Longjumeau, que les parecía una isla de
Oceanía, este ansia de audaces exploraciones, de aventuras
por tierra y por mar no haría más que aumentar.
Su casa estaba repleta de globos y de planisferios, tenían
atlas ingleses y alemanes. Incluso un mapa de la
luna, publicado en Gotha bajo la direción de un
figurón llamado Justus Perthes.
Cuando no hacían el amor, leían
juntos historias de marinos famosos, de las cuales su
biblioteca estaba
completamente llena, y no había revista de viajes, un Tour
du Monde o un Boletín de sociedad
geográfica, al que no estuviesen suscritos. Mapas con
recorridos de trenes y prospectos de agencias marítimas
llovían sobre su domicilio sin parar.
Algo que no se creerá: sus baúles se encontraban
siempre
listos. Siempre estaban a punto de partir, de emprender un viaje
interminable a los países más lejanos,
más peligrosos o más inexplorados.
Fácilmente habré recibido cuarenta notas
anunciándome la inminente salida para Borneo, Tierra del
Fuego, Nueva Zelanda o Groenlandia.
Incluso muchas veces han estado a un pelo de hacerlo, en efecto; pero
finalmente no partieron. Nunca partieron porque no podían y
no debían. Los átomos y las
moléculas se coaligaron para echarlos atrás.
Sin embargo, un día, hace una década, creyeron
firmemente que escaparían. Habían logrado, contra
toda esperanza, lanzarse hacia un vagón de primera clase que
debía llevarlos a Versalles.
¡Liberación! Allí, sin duda, se
rompería el círculo mágico.
El tren se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Naturalmente,
estaban dentro de un coche que se quedaba en la
estación. Todo comenzaba de nuevo.
El único viaje al que no debían faltar era el que
acababan de emprender. Su carácter bien conocido me hace
creer que se prepararon temblando.
Esta traducción,
realizada por José Luis Gamboa,
está bajo una licencia
de Creative Commons.