AMARILIS se tendió lánguidamente sobre el musgo y
el
extremo de su rama de sauce tocó la mano del más
joven de
los hombres.
Clinias, dijo ella, te toca hablar. Quiero un cuento tuyo.
Clinias dudó un momento.
He memorizado las leyendas que todo el mundo conoce; pero no
sé,
como Thrasès, adaptarlas a mi espíritu ni, como
tú, Amarilis, rehacerlas por la gracia de las palabras.
Narraré lo que me contó mi amigo Bion de
Clazomene a su
vuelta de Etiopía.
- ¿Es una historia verdadera? Preguntó
Rhéa.
- Sí, pero me gustaría que la considerarais una
fábula y que los personajes os parezcan surgidos de la
sombra de
los símbolos. Si tuviera algún talento, poco
sentido
necesitaría para hacer de esta corta historia un poema en
hexámetros. Posiblemente, sólo generalizarla.
El sol brillaba muy ardiente por encima del alto bosque y el frescor
bajo las hojas era, por lo tanto, más delicioso. Manchas de
luz
acariciaban a Lampito, quien se había echado la cabellera
sobre
el rostro para proteger sus ojos cerrados. Amarilis estaba cerca de
Rhéa. Filinna jugaba con sus manos. Melandrión
miraba
hacia el suelo.
Entonces Clinias comenzó así:
I
BION había remontado el Nilo hasta más
allá de
Tebas y de Hermontis, más allá de Silsilis y de
Ombos.
Incluso había sobrepasado la isla Elefantina, donde termina
la
tierra de Egipto, y se dirigía hacia la negra
Etiopía,
que está cerca de los límites del mundo.
No tenía barco para vencer el lento curso del
río, pues
necestiba esclavos para los remos y temía llevar
compañeros sin interés. Por tanto,
recorría a pie
las riberas húmedas y herbosas, tan estrechas que el
camino, a veces, bordeaba precipicios multicolores,
donde
comenzaba la infinitud del Desierto.
Esta fina franja de tierra viva entre dos secas soledades, este camino
de campos de oro y de plantas espléndidas, hendida hasta los
dos
horizontes por la luz verde el Nilo, resonaba de cantos de
pájaros, estridentes y tumultuosos, que perpetuamente
pululaban,
como cigarras aturdidoras, en el aire, sobre el río, bajo
las
altas hierbas, en las ramas desnudas de los gruesos baobabs.
Las avestruces y las jirafas punteaban a lo lejos las praderas; las
manadas de antílopes huían como rubias nubes; los
monos
se suspendían de las flexibles ramas de los sicomoros en
fantásticos racimos y, a veces, en el cieno del Nilo, donde
se
sucedían como largas flores los estilizados pasos de los
ibis,
Bion contemplaba con asombro la formidable huella humana dejada por
aquel misterioso Amanit, animal nunca visto por los hombres, pero del
que los etíopes cuentan extrañas historias. Bion,
inquieto, se convenció de que los Colosos de granito rosado,
esculpidos en la espesura de las montañas, iban durante las
solitarias noches a bañarse hasta las rodillas en el
río
santo, padre de todo.
Muy lejos de Tebas y de Menfis, los restos del esplendor egipcio
permanecen aún en un país impío.
Aunque los
nativos habían reconquistado su tierra, el rostro de
Ramsés estaba grabado para siempre en los acantilados, pues
los
soberanos del Norte habían dado sus formas a unas rocas que
el
cincel de los esclavos talló, pero que ni el tiempo ni Zeus
destruirán.
Era invierno. Las noches poseían un frescor brumoso. Los
días seguían siendo agobiantes. Bion bucaba la
sombra y
las fuentes en los bosques de mimosas, donde los leones se
escondían del sol y dormían hasta el atardecer.
Allí también vivían hombres,
encerrados en
sus cabañas con empalizadas de palmas. Bion era su
huésped de noche en noche y los abandonaba al despuntar el
alba.
II
Una tarde...
- ¡Por fin! gritó Lampito.
- Narras bien, dijo educadamente Filinna, pero
demasiado pomposo.
Además, ¿por qué nos has hecho una
pequeña
descripción de Egipto antes de comenzar tu relato? Supongo
que
nada tiene que ver con la prosecución de la
aventura.
Sed indulgentes, dijo Clinias. La historia de Bion es muy simple,
podría contárosla en dos palabras, pero entonces
tendría que buscar otra y el calor no me permite este
esfuerzo
imaginativo. Por otra parte, es una escena corta que no
sabría
desarrollar. Es necesario que la prepare con algunas frases
inútiles si quiero hacer un relato tan extenso como los
otros.
Y esto no admite réplica. No me interrumpáis
más.
... Una tarde, como había caminado mucho tiempo bajo un sol
doloroso y sus fatigados pies mostraban ya la marca de las correas, se
aproximó hasta una casa oscura y verde, que se levantaba
solitaria a orillas del Nilo. Unas palmeras pesadamente
pobladas
se cruzaban numerosas en torno a ella y estaba tan rodeada por las
altas hierbas del río que se diría que flotaba
sobre las
popias aguas.
Apoyado contra un árbol, inmóvil, Bion mira:
Dos jóvenes ante la puerta, que ríe a ratos, charlan.
La mayor, de pie, llevaba una tela azul a franjas, anudada bajo las
axilas, que le cubría hasta las rodillas. Sus innumerables
cabellos negros se recogían en mil pequeñas y
duras
trenzas que enmarcaban un rostro de ojos brillantes y gruesos labios y
que no sobrepasaban su delicada espalda. Un cinto bajo abrazaba
sus
caderas. Reía un poco y movía la cabeza.
La más joven no estaba vestida, pues era casi una
cría.
Se sentaba sobre sus talones, la cabeza entre las rodillas y
prendía pequeñas flores amarillas entre los dedos
de sus
pies.
Él las miraba vivir sin mostrarse. Contemplaba la Casa. Ese
lugar, misterioso como todo lo que se ve por primera vez, le
parecía vedado por lo que tenía de
extraño,
solitario, desconocido. Una familia vivía allí.
¿Desde cuándo? ¿Cuántas
tristezas o
furtivas alegrías había hecho alegre o taciturna
esta
choza de barro y ramas? ¿Quién la
había
construído? ¿Quién la había
habitado?
¿Cuántas muertes, cuántos
nacimientos
había presenciado? Sentía que todo esto que
querría saber nadie se lo diría y que este
rincón
perdido se mantendría impenetrable para siempre.
La tarde caía con rapidez. Finalmente, Bion se
dejó ver.
Las dos niñas lanzando grititos corrieron hacia la casa.
Él no se aproximó y sólo dijo:
- Demando hospitalidad.
- Padre está en los campos, respondió la mayor.
Espera su regreso. Él te recibirá.
Bion apoyó un brazo contra un árbol y
volvió sus
ojos hacia el Nilo, importunado por las miradas curiosas que se fijaban
en su persona.
Bastante después de que se pusiera el sol, llegó
el etíope seguido por un castaño buey de afilados
cuernos. Cuando apareció, las dos niñas hablaron
al mismo tiempo.
- Hay un extranjero.
- Demanada hospitalidad.
- Sí, está solo.
- Cerca del árbol.
- No le dejamos entrar hasta que volvieras.
- ¿Hemos hecho bien, padre?
El campesino dio tres pasos en la oscuridad y dijo:
- Sea bienvenido. Entre en mi casa.
Cuando estuvieron en la sala y la iluminó una
lámpara:
- Aquí tiene agua, pan y fruta, dijo el etíope.
Comieron y bebieron. El huésped calló, pues
sabía que no era conveniente hacer preguntas que no
habían sido contestadas con antelación.
La niña cuyo cuerpo moreno estaba cubierto por el vestido
azul llevó los manjares y sirvió agua del
cántaro. La menor se pegó a la pared y, con las
manos aprteadas en la boca, examinaba al extranjero.
Terminada la cena, el huésped se levantó:
- Es hora de ir a la cama. Conozco las leyes de la hospitalidad.
Ahí tienes a mis dos hijas. La más
pequeña no ha conocido aún hombre, pero
está en edad de hacerlo. Ve y disfruta con ella.
Bion no ignoraba esta costumbre y la veneraba como una
tradición de singular virtud. Los dioses visitan la tierra
con frecuencia bajo la forma de viajeros, soldados o pastores y
¿quién distingue entre un mortal y un
olímpico que no se da a conocer? ¿Era Bion,
quizás, Hermes? Sabía que una negativa
por su parte sería una ofensa. Tampoco se
sorprendió ni se disgustó cuando la mayor se
inclinó sobre él y descubrió sus
jóvenes pechos para que los besara.
Sin hablar, sin alterarse, la pequeña contemplaba su
escándalo y se contenía, la cabeza adelantada,
las manos caídas.
Tras un momento de palidez, temblando, a punto de llorar, se
precipitó por la puerta abierta. La noche se
cerró sobre ella.
Entonces, el padre, levantando los brazos, fue hasta el umbral y
hundió sus ojos en las profundas sombras, donde su hija
llevó para siempre el honor perdido de su casa.
III
El sol brillaba cuando Bion se levantó y tomó su
saco de piel para proseguir su camino. La casa, desierta.
Lamentó no encontrarse de nuevo al huésped, pero
no le extrañó nada no ver a la
compañía de la noche: era demasiado sabia como
para someterse a una despedida.
Se puso en marcha.
El camino que seguía a través de los
cañaverales del Nilo estaba tan expuesto al sol que pronto
lo abandonó por un senderillo que atravesaba los pantanosos
campos y se dirigía hacia el bosque.
Un somnoliento hipopótamo había arrasado un campo
de arroz con su enorme cuerpo lila y rosa y la devastación
que le rodeaba era el fruto de su boca peluda. Bion lo
adelantó rápidamente. Poco después
entró en la umbría de las mimosas.
Un alegre grito lo detuvo. Un grito tan tierno, tan reconocible, tan
lleno de perfecta feicidad que Bion se volvión con una
involuntaria sonrisa.
La pequeña fugitiva estaba a sus pies, desnuda como la
víspera, un poco tímida, pero radiante, y
esperando sólo un gesto suyo para lanzarse en sus brazos y
llorar de alegría.
- Aquí estás, por fin. No sabía por
dónde irías. Ni siquiera si
remontarías el Nilo. Pero estaba segura de que te
volvería a ver. Vine y te esperé. Supuse que
huirías del sol del camino y que pasarías por el
bosque. ¡Oh! ¡Qué contenta estoy! Me
parece que hace tres días que te espero... Nada
más sé... Lo que me ocurre es tan
extraordinario...
Añadió con tristeza:
- Te quedaste mucho tiempo con ella.
Bion permaneció inmóvil y la miraba con un poco
de disgusto.
- Pero, chiquilla, ¿qué haces aquí?
- ¿Cómo? Gritó ella. He venido para
seguirte, para estar contigo para siempre, para siempre...
- ¿Vienes para seguirme y ayer, cuando tu padre te
ofreció a mí, saltaste como una cabra loca?
¿No te gustaba ayer por la tarde y te gusto esta
mañana, sin razón? Tienes unos
extraños caprichos.
La pobre niña se calló, bruscamente se deshizo en
lágrimas y apoyó en un árbol su
cuerpecillo desnudo, sacudido por el llanto.
Bion detestaba las escenas sensibleras más que nada. Con un
dedo tocó la espalda de la niña y le dijo:
- Adiós. Vuelve a la casa de tu padre: se
alegrará.
Prosiguió su camino lentamente.
Pero ella corrió hacia él. Se agarró a
su capa, a su brazo, a su cuello y dijo deprisa:
- Iré donde vayas. Te amaba ayer y te amo hoy. Nunca he
querido a nadie. Sólo te quiero a ti. Sólo a ti
te querré. Me fui ayer porque estaba celosa de mi hermana,
porque no podía compartirte con ella ni amarte delante de
ella. Si no hubiera huído, me habrías tomado y,
seguidamente, olvidado. Después de ti, me habrían
ofrecido a otro y a otro y así hasta mi matrimonio.
¿Sabes que mi hermana ha conocido a más
extranjeros de los que podría decirte abriendo siete veces
mis dos manos? ¿Y yo tendría que hacer lo mismo?
Presentí que durante toda mi vida sólo
perteneceré a un solo hombre, al primero que me hiciera
suya. Y ése eres tú. Llévame,
guárdame. Quiero ser tu mujer y seguirte.
Bion, muy fastidiado, respondió:
- Querida pequeña, razonas como una niña. Me
dices que nunca has amadado a nadie y estoy seguro de ello, pues la
mujer, en los brazos de su primer amante, ya piensa en el segundo y en
su corazón es a él a quien ama. Lo
comprobarás dentro de poco.
No hay ningún motivo para amar siempre al mismo hombre:
¿te condenarías a dormir toda la vida bajo el
mismo techo? ¿a llevar siempre la misma ropa? ¿a
comer siempre la misma fruta? El amor no es más que un
sentimiento, muy diferente a los otros, pero el más
abundante de todos: por eso hay que compartirlo.
Los dioses han sembrado en tu boca un amor tan generoso como para
satisfacer a todo un ejército. No tienes derecho a privar a
los demás del placer que esperan de ti. Cuando tu hermana se
case, estarás sola en casa de tu padre: aún
pasarán por allí viajeros que habrán
abandonado hace mucho el hogar y la sagrada cama de sus nupcias.
Fatigados por el sol y por el camino, se relajarán contigo.
Puedes hacerles olvidar su cansancio y dejar en su existencia el
recuerdo de un día feliz.
Así, con el paso del tiempo, la diversidad de las caricias,
la rapidez de los adioses, comprenderás poco a poco que no
hace falta atarse por amor y elegirás más
sabiamente el hombre al que entregarás tu vida.
- ¿Podré nunca elegir mejor? No eres
tú...
- ¡Ah, ya sé! Soy sin duda el mejor, el
único, y estás segura de haber encontrado tu
sueño. ¿No? Es lo que ibas a decir. Bien, te has
equivocado. Si te amara aquí, en este bosque, te
dejaría poco después, como esta mañana
dejé a tu hermana. En el estado en que te encuentras, lo
mejor es que no hagamos nada y nos alejemos, simplemente. Hiciste una
elección deplorable. Procura olvidar y vete sin volver la
cabeza. En la Casa sobre el Nilo encontrarás a tu
afligido padre, el hogar de tu familia y las imágenes de los
dioses. Te reencontrarás con tu hermana mayor, quien te
enseñará la verdadera virtud, de la que
sólo conoces la apariencia.
La besó en la mejilla y prosiguió su camino entre
los árboles. Aún no había desaparecido
tras los grandes matorrales de flores amarillas, cuando -por tercera
vez- oyó correr y llorar tras él.
Entonces se volvió:
- ¡Te prohibo que me sigas!
- No te puedo dejar. No me eches. No te pido ser tu mujer, pues no me
amas. Te suplico para quedarme a tu lado. Te pertenezco. Haz de
mí lo que quieras. Seré tu esclava si quieres.
Bion desató fríamente su cinturón, lo
apretó como un taparrabos en torno a la cintura de la
niña, colgó sobre la espalda desnuda la correa
del saco hinchado por la cantimplora y el petaso. Con voz indiferente
dijo:
- Ve delante.
Esta historia causó un cierto escándalo y las
mujeres pensaron que Bion era un hombre abominable. Fue bastante peor
cuando Rhéa, que siempre quiere conocer el fin de las narraciones y el destino de todos los
personajes, preguntó:
- ¿Qué ocurrió después?
Clinias terminó así:
- Antes de la tarde de ese día, Bion la vendió
como esclava a un jefe nómada de la llanura y nunca supo
qué fue de ella.
Las mujeres se indignaron, pero Thrasès repuso:
- Estaba en su derecho. Que no le hubieradicho: ¡Te
pertenezco! Es propio de las cosas que pertenecen el ser vendidas. Nada
hay que reprocharle. Además, era una estúpida de
la que hizo bien en desembarazarse.
Melandrión fue más severo:
- Éstas, dijo, son todas demasiado virtuosas. No debemos juzgar
las cosas con relación al Bien y al Mal, pues son conceptos que
varían según las regiones y de los que se ha
exagerado mucho su importancia. La única regla de vida que
me parece legítima es la de la belleza. Si la
niña era bonita (detalle que Clinias ha omitido decirnos),
Bion cometió una falta grave al venderla a un negro
estúpido que no sabría apreciar el encanto de sus
líneas y la gracia de sus movimientos.
- Tenía la nariz corta, respondió Clinias, los
labios gordos y la piel oscura.
- En tal caso, no merecía la pena ocuparse de ella,
declaró Melanrión.