Las siete mujeres de
Barba Azul,
a partir de los documentos auténticos.
Anatole France
I
Se ha vertido sobre el famoso personaje, vulgarmente llamado Barba
Azul, las más diversas opiniones, las más raras y
las
más falsas. Quizás la menos sostenible sea la que
hace a
este gentilhombre una personificación del sol. Es a lo que
se
dedicó hace unos cuarenta años una
escuela de
mitología comparada. Alli se enseñaba que las
siete
mujeres de Barba Azul eran las auroras y sus dos cuñados los
crepúsculos de la mañana y de la noche,
idénticos
a los Dioscuros que liberaron a Elena del encanto de Teseo. A quienes
estén tentados de creerlo, habría que recordarles
que un
sabio bibliotecario de Agen, Jean-Baptiste Pérès,
demostró, en 1817 y de manera my especiosa, que
Napoleón
nunca existió y que la historia de este pretendido gran
capitán no era más que un mito solar. A despecho
de las
más ingeniosas elucubraciones, no se puede dudar de que
Barba
Azul y Napoleón hayan realmente existido.
Una hipótesis que no está mejor fundada consiste
en
identificar este Barba Azulcon con el mariscal de Rais, que fue ajuticiado
en el Puente de Nantes el 26 de octubre de 1440. Sin investigar con
Salomon Reinach si el mariscal cometió todos los
crímenes
por los que se le condenó o si sus riquezas, codiciadas por
un
príncipe ávido, contribuyeron a su
pérdida, nada
de su vida se parece a lo que se encuentra en la de Barba Azul; nada
suficiente como para confundirlos o hacer del uno y del otro un solo
personaje.
Charles Perrault fue quien, hacia 1660, tuvo el mérito de
componer
la primera biografía de este caballero, digno de
memoria por haberse casado con siete mujeres, ser un criminal
y el
más perfecto modelo de crueldad del mundo. Pero
está
permitido dudar, si no de su buena fe, al menos de la veracidad de sus
informaciones. Podría tener alguna prevención
contra su
personaje. No sería el primer caso de un historiador o de un
poeta que se complace ensombreciendo sus cuadros. Si tenemos de Tito un
retrato casi halagador, parece que, al contrario, Tácito
oscureció mucho el de Tiberio. Macbeth, quien la
leyenda y
Shakespeare cargan de crímenes, era en realidad un rey justo
y
sabio. No asesinó traicioneramente al viejo rey Duncan.
Duncan,
joven aún, fue derrotado en una gran batalla y
encontró
la muerte al día siguiente en un lugar llamado la
Armería. El rey hizo que perecieran muchos parientes de
Gruchno, mujer de Macbeth. Éste devolvió la
prosperidad a
Escocia, favoreció el comercio y fue visto como el defensor
de
los burgueses, el verdadero rey de las ciudades. La nobleza de los
clanes nunca le perdonó ni haber vencido a Duncan ni la
protección a los artesanos: por eso lo destruyó y
deshonró su memoria. Tras su muerte, el buen rey Macbeth
sólo fue concido por los relatos de sus enemigos. El genio
de
Shakespeare impuso sus mentiras en la consciencia humana. Desde hce
tiempo sospechaba que Barba Azul era víctima de una
fatalidad
similar. Todas las circunstancias de su vida, como las
encontré relatadas, estaban lejos de contentar mi
espíritu y de satisfacer esa necesidad de lógica
y de
claridad que me devora incesantemente. Reflexionando sobre ellas,
descubrí dificultades insuperables. Me querían
hacer
creer tanto en la crueldad de este hombre como para que dudara.
Estos presentimientos no me engañaron. Mis intuiciones, que
procedían de un cierto conocimiento de la naturaleza humana,
se
convirtieron pronto en una certeza fundada sobre pruebas irrefutales.
Descubrí en el taller de un tallador de Saint-Jean-des-Bois
diversos papeles concernientes a Barba Azul; entre otros un texto
exculpatorio y una denuncia anónima contra sus asesinos, a la
cual, por motivos que ignoro, nunca se le dio curso. Estos documentos
me confirman en la idea de que fue bueno y desgraciado y de
que su
memoria sucumbió bajo calumnias indignas. Desde entonces he
considerado un deber escribir su verdadera historia, sin hacerme
ninguna ilusión sobre el éxito de la empresa.
Esta
tentativa de rehabilitación está destinada, lo
sé,
al silencio y al olvido. ¿Qué puede la
fría y nuda verdad contra el brillante prestigio de la mentira?
II
Hacia 1650 residía en sus tierras, entre
Compiègne et
Pierrefonds, un rico gentilhombre llamado Bernard de Montragoux, cuyos
antepasados habían ocupado los más altos cargos
del
reino; pero él vivía alejado de la Corte, en esa
tranquila oscuridad que velaba entonces todo lo que no
recibía
la mirada del rey. Su castillo de Guillettes abundaba
en muebles
preciosos, vajillas de oro y plata, tapices, bordados, que guardaba en
sus arcones, no que escondía por temor de que el uso los
estropeara; al contrario, era liberal y magnífico. Pero en
aquel
tiempo, los señores llevaban, en provincias, una existencia
muy
sencilla, haciendo que sus gentes comieran en su mesa y bailando los
domingos con las jóvenes de la villa. Sin embargo, en
ciertas
ocasiones, daban soberbias fiestas que contrastaban con la mediocridad
de la existencia cotidiana, por lo que era necesario que
tuvieran muchos muebles hermosos y bellas
colgaduras reservadas. Es lo que hacía el
señor de
Montragoux.
Su castillo, construído en tiempos del gótico,
pecaba de
rudeza. Por fuera se mostraba muy arisco y melancólico, con
trozos de sus gruesas torres abatidas por los trastornos del reino, en
la época del fogoso rey Luis. Por dentro ofrecía
un
aspecto más agradable. Las habitaciones estaban decoradas a
la
italiana y la gran galería de la planta baja, repleta de
ornamentos, pinturas y dorados.
En uno de los extremos de esta galería se encontraba un
gabinete, al que se llamaba ordinariamente "el gabinete
pequeño". Es el único nombre con el que lo
designa
Charles Perrault. No es inútil saber que también
se le
conocía como el gabinete de las princesas desaforunadas,
porque
un pintor de Florencia había representado en sus paredes las
trágicas historias de Dircé, hija del Sol, atada
por los
hijos de Antíope a los cuernos de un toro; de
Níobe
llorando en el monte Sípilo a sus niños
atavesados por
flechas divinas; de Pocris llamando a su seno la jabalina de
Céfalo. Estas figuras parecían vivas. Las losas
de
porfirio con las que la habitación estaba pavimentada,
semejaban
manchadas por la sangre de estas desgraciadas mujeres. Una de las
puertas del gabinete daba al foso, que estaba seco.
Las caballerizas era un edificio suntuoso, situado a poca distancia del
castillo. Tenía espacio para sesenta caballos y doce
carrozas
doradas. Pero lo que hacía a Guillettes un lugar encantador
eran
los ríos y los bosques que lo rodeaban, donde uno
podía
dedicarse a los placeres de la pesca y de la caza.
Muchos habitantes de la zona no conocían al señor
de
Montragoux más que como Barba Azul, pues era el
único
nombre que el pueblo le daba. En efecto, su barba era azul, pero lo era
porque era negra y era negra porque era azul. No hay que
imaginarse al señor de Montragoux bajo la apariencia
monstruosa
del triple Tifón que se vio en Atenas, risueño
con su
triple barba índigo. Nos acercaremos más a la
realidad si
comparamos al señor de Guillettes a esos actores o a esos
sacerdotes cuyas mejillas recién afeitadas tienen reflejos
de
azur. El señor de Montragoux no tenía una barba
afilada,
como su abuelo en la corte del rey Enrique II; tampoco en abanico, como
su bisabuelo, que murió en la batalla de Marignan.
Como el
señor de Turenne, no tenía más que un
bigote y la
mosca; sus mejillas parecían azules. A pesar de lo que se ha
dicho, este buen cabalero no estaba desfigurado en absoluto ni por ello
daba miedo. Sólo parecía muy hombre y, si a veces
tomaba
un aspecto un tanto salvaje, era para hacerse odiar por las mujeres.
Bernard de Montragoux era hermoso, grande, de anchas
espaldas, corpulento y de aspecto agradable; algo rústico,
pues
prefería los bosques a las callejas y a los salones. Es
cierto
que no gustaba a las damas aun debiendo gustarles. Su timidez
era
el motivo, su timidez y no su barba. Las mujeres ejercían
sobre
él una atracción invencible y le provocaban un
miedo
insuperable. Las temía tanto como las amaba. Éste
es el
origen y la causa primera de todas sus desgracias. Al ver a una mujer
por vez primera, prefería morir a dirigirle la palabra y,
aunque
sintiera hacia ella cualquier inclinación,
permanecía en
un sombrío silencio; sólo mostraba sus
sentimientos a
través de sus ojos, que movía de una forma
espantosa.
Esta timidez lo expuso a toda suerte de infortunios y, sobre todo, le
impedía mantener una relación honesta con mujeres
modestas y reservadas y lo abocaba sin freno a empresas muy arriesgadas
y audaces. Fue su fatalidad.
Huérfano desde muy joven, tras haber rechazado por esta
especie
de vergüenza y de pánico, que no podía
vencer, los
partidos ventajosos y honorabilísimos que le ofrecieron, se
casó con la señorita Colette Passage,
recién
llegada a la región después de haber ganado
algún
dinero haciendo bailar a un oso por las ciudades y pueblos del reino.
La amó con todas sus fuerzas. Y, para ser justos, ella le
dio
motivos pues era robusta, de pecho abundante y la tez fresca, bien que
tostada. Su sorpresa y su alegría fueron grandes en prinipio
por
llegar a ser una señora de calidad; su corazón,
que no
era malo, se conmovía ante las bondades de un marido de una
condición tan alta y de una tal corpulencia que con ella era
el
más obediente de los criados y el amante más
apasionado.
Pero, al cabo de algunos meses, se aburrió de este
sedentarismo.
Entre tantas riquezas, colmada de gustos y de amor, no encontraba
más placer que en ir al encuentro de su antiguo
compañero
de correrías a la cueva donde languidecía, una
cadena al
cuello y un aro en la nariz, y abrazarlo mientras lloraba. El
señor de Montragoux, viéndola triste, se
entristecía y su tristeza no hacía más
que
acrecentar la de su compañera. Las delicadezas y atenciones
con
las que la colmaba trastornaron el corazón de la pobre
mujer.
Una mañana, al despertarse, el señor de
Montragoux no
encontró a Colette a su lado. En vano la buscó por
todo el
castillo. La puerta del gabinete de las princesas desafortunadas estaba
abierta. Fue por donde huyó con su oso. Daba
lástima ver
el dolor de Barba Azul. Pese a los incontables servidores enviados en
su busca, nunca más tuvo noticias de Colette Passage.
El
señor de Montragoux la lloraba todavía cuando
bailó, en la fiesta de Guillettes, con Jeanne de la Cloche,
hija
del teniente de Compiègne, de quien se enamoró.
La
pidió en matrimonio y la obtuvo incontinente. Le gustaba el
vino
y lo bebía en exceso. Este gusto aumentó de tal
manera
que en pocos meses parecía otra. Lo peor fue que esta otra,
fuera de sí, rodaba perpetuamente por las habitaciones y por las escaleras,
con gritos, juramentos, hipos y vomitando injurias y vino sobre quien
se la cruzara. El
señor de Montragoux quedó aturdido por el
disgusto y el
horror. Pero pronto recobró su coraje y se
esforzó,
armado de firmeza y paciencia, en sacar a su esposa de un vicio tan
repugnante. Ruegos, reprimendas, súplicas,
amenazas.
Empleó todos todos los medios; no consiguió nada.
Le
negó el vino de su bodega; ella se lo procuró de
fuera,
que la embriagaba de forma más abominable.
Para quitarle el gusto por la bebida, puso en las botellas un
repelente. Ella pensó que la quería envenenar, se
abalanzó sobre él y le clavó tres
pulgadas de un
cuchillo de cocina en el vientre. Creyó morir, pero no
abandonó su habitual dulzura. "Ella es, decía,
más
digna de lástima que de censura". Un día
que olvidó cerrar la puerta del gabinete
de las
princesas desafortunadas, Jeanne de la Cloche entró
completamente borracha, como de costumbre, y viendo las
figuras
pintadas en las paredes en actitud de dolor y agonizantes, las
tomó por verdaderas mujeres y huyó espantada
gritando el
asesinato. Al escuchar a Barba Azul, que la llamaba y corría
tras ella, se arrojó, loca de miedo, en una alberca y se
ahogó. Cosa difícil de creer, y por tanto cierta,
su
esposo lamentó la muerte, tan abatida tenía el
alma.
Seis semanas después del accidente, se casó sin
ceremoia
con Gigonne, la hija de su colono Traignel. Sólo andaba con
zuecos y tenía juanetes. Era una muchacha bella a
pesar de
que bizqueaba de un ojo y cojeaba de un pie. Tan pronto como fue
desposada, esta guardesa de ocas, mordida por una loca
ambición,
no soñó más que con grandezas nuevas y
nuevos
esplendores. Nunca encontaba sus trajes bordados demasiado ricos, sus
collares de perlas bastante hermosos, sus rubíes
suficientemente
gruesos, sus carromatos muy dorados, sus lagos, bosques y tierras tan
vastos. Barba Azul, que jamás fue ambicioso,
gemía por la
altanería de su esposa; no sabiendo en su candor si lo
equivocado era pensar a lo grande como ella o modestamente como
él, se acusaba casi de una mediocridad que contrariaba los
nobles deseos de su compañera y, lleno de incertidumbre, ya
la
exhortaba a disfrutar con moderación los bienes de este
mundo,
ya la animaba a perseguir la fortuna hasta los bordes del precipicio.
Él era sabio, pero el amor conyugal prevalecía
sobre la
sapiencia. Gigonne sólo pensaba en aparecer ante el
mundo, ser recibida en la Corte y convertirse en la
amante
del rey. Al no ocurrir, se secó por el despecho y
cogió
una ictericia de la que murió. Barba Azul, destrozado, le
mandó hacer una tumba magnífica. El buen
señor,
abatido por una tan costante adversidad doméstica,
posiblemente
no habría vuelto a elegir esposa; pero fue elegido como
marido
por la señorita Blanche de
Gibeaumex, hija de un oficial de caballería que
sólo
tenía una oreja y quien decía haber perdido la
otra al
servicio del rey. Ésta tenía una gran
inteligencia, de la
que se valió para engañar a su marido. Lo
engañó con todos los gentileshombres de los
alrededores.
Se daba tan buena maña, que lo engañó
en su
castillo y ante sus ojos sin que se diera cuenta. El pobre Barba azul
sospechaba algo, pero no sabía qué.
Desgraciadamente
para ella, si bien ponía todo su ingenio en
engañar a su
marido, no era tan diligente al engañar a sus amantes.
Quiero
decir que no ocultaba que engañaba los unos con los otros.
Un
día fue sorprendida, en el gabinete de las princesas
desafortunadas, en compañía de un gentilhombre
que amaba
por un gentilhombre al que había amado y quien, en un ataque
de
celos, la atravesó con su espada. Algunas horas
más
tarde, la infortunada señora fue encontrada muerta por un
sirviente del castillo y el terror que inspiraba esta
habitación
se acrecentó. El pobre Barba Azul fue conocedor al mismo
tiempo
de su enorme deshonor y del trágico fin de su esposa. Esta
segunda desgracia no lo consoló de la primera.
Quería a
Blanche de
Gibeaumex con un singular ardor y más tiernamente que a
Jeanne
de la Cloche, Gigonne Traignel e incluso que a Colette Passage. La
noticia de que le había engañado con constancia y
de que
ya no lo haría más le produjo un dolor y una
confusión que, lejos de calmarse, cada día
redoblaba su
violencia. Sus sufrimientos se hicieron intolerables y le acarrearon
una enfermedad que hizo temer por su vida.
Los médicos, habiendo emplado diversos remedios sin
resultado, le advirtieron de que lo único que convenía a
su mal era tomar una joven esposa. Entonces pensó en
su primita Angèle de la Garandine, quien
creyó que
aceptaría gustosa pues no tenía fortuna. Lo que
definitivamente lo decidió a hacerlo era el que fuera
considerada una simple y sin maldad. Si una mujer inteligente lo
había engañado, una tonta lo tranquilizaba. Se
casó con la señorita de la Garandine y
pronto se dio
cuenta de su error de cálculo. Angèle era dulce,
Angèle era buena, Angèle lo amaba; por ella
misma, no
estaba al alcance del mal, pero hasta los más
estúpidos
la inducían a él constantemente. Era suficiente
decirle:
"Temed estos atavíos; entrad aquí no sea que os
coma el
hombre lobo"; o también: "Cerrad los ojos y tomad este
remedio"
y al momento la inocente hacía con gusto lo que
querían y que era natural que quisieran pues era guapa. El
señor de Montragoux, engañado y ofendido por esta
simple
tanto o más que lo fuera por Blanche de Gibeaumex, tuvo
además la desgracia de saberlo puntualmente, pues
Angèle
era demasiado cándida como para esconderle nada. Le
decía: "Señor, me han dicho esto; me han hecho
esto; me
han tomado así; vi aquello; sentí lo otro." Y,
con su
ingenuidad, hacía sufrir a este pobre
caballero inimaginables tormentos, que soportaba con
paciencia.
Sin embargo, una vez llegó a decirle a esta criatura simple:
"Sois una estúpida" y le dio dos tortas. Estas tortas le
hicieron ganar fama de cruel, de la que nunca pudo librarse.
Un
monje mendicante, que pasaba por Guilettes mientras que el
señor de Montragoux cazaba becadas, encontró a
Angèle cosiendo la enagua de una
muñeca.
Sabedor este buen religioso de que era tan tonta como hermosa, la
subió en su asno haciéndole creer que el
ángel
Gabriel la esperaba en la espesura del bosque para ponerle unas ligas
de perlas. Se cree que fue devorada por el lobo pues nunca
jamás
se supo nada de ella.
Después de una experiencia tan funesta,
¿cómo
Barba Azul resolvió contraer una nueva unión? Es
lo que
no se puede comprender si no se conoce el poder de una hermosa mirada
sobre un noble corazón. Este honesto gentilhombre
encontró en un castillo vecino que frecuentaba a una joven
huérfana llamada Alix de Pontalcin quien, despojada de todos
sus
bienes por un tutor ávido, sólo pensaba en
encerrarse en
un convento. Unos amigos intervinieron para cambiar su
decisión y que aceptara la mano del señor de
Montragoux.
Era perfectamente bella. Barba Azul, que se prometía
disfrutar
entre sus brazos una felicidad infinita, sufrió un
nuevo
desengaño y esta vez, por su complexión, le
debió
resultar más doloroso que todos los disgustos que
había
padecido en sus matrimonos anteriores. Alix de
Pontalcin rechazó obstinadamente hacer realidad la
unión que había consentido. En vano el
señor
de Montragoux la presionaba para que se convirtiera en su mujer; ella
se resistía con ruegos, con lágrimas, con
súplicas. Rechazaba las más ligeras caricias de
su esposo
y corría a encerrarse en el gabinete de las princesas
desafortunadas, donde sola y
arisca permanecía noches
enteras. Nunca se supo la causa de una resistencia tan contaria a las
leyes divinas y humanas. Se le atribuía al hecho de que el
señor
de Montragoux tuviera la barba azul, pero todo lo que hemos dicho sobre
ella no deja de ser una suposición poco
verosímil. Por lo
demás, es un asunto sobre el que es difícil
discurrir. El
pobre marido soportaba los más crueles sufrimientos. Para
olvidar, cazaba con furia reventando perros, caballos y monteros; pero
cuando volvía, agotado, rendido, a su castillo, era suficiente
ver
a la señorita de Pontalcin para recuperar a la vez las
fuerzas y
sus tormentos. Finalmente, no pudiendo soportarlo, pidió a
Roma
la anulación de un matrimonio que no fue más que
una
engañifa, y lo obtuvo según el derecho
canónico,
un bello presente al Santo Padre mediante. Si el señor de
Montragoux despidió a la señorita de Pontalcin
con las
muestras de respeto que se debe a una mujer y sin partirle su
bastón en la espalda, fue porque tenía un alma
templada,
un gran corazón y era tan dueño de
sí mismo
como de Guillettes. Pero juró que ninguna mujer
entraría de ahora en adelante en sus apartamentos.
¡Feliz
si hubiera mantenido hasta el final su voto!
III
Algunos años habían pasado desde que el
señor de
Montragoux se había librado de su sexta esposa y no se
guardaba
de ellas en la región más que un recuerdo confuso
de
calamidades domésticas que se habían abatido
sobre la
casa de este buen caballero. No se sabía qué
había
sido de estas mujeres y, al caer la noche, en la villa, se contaban
historias que ponían los pelos de punta y que unos
creían
y otros no. En esta época, una viuda, la señora
Sidonie
de
Lespoisse, se estableció con sus hijos en la casa solariega
de
la
Motte-Giron, a diez leguas, a vuelo de pájafo, del castillo
de
Guillettes. De dónde venía o qué fue
de su esposo,
todos lo ignoraban. Unos pensaban, por haberlo oído,
que había tenido algunos empleos en Saboya o en
España; otros decían que había muerto
en las
Indias; muchos imaginaban que su viuda tenía inmensas
posesiones; otros lo dudaban mucho. Sin embargo, llevaba un gran tren
de vida e invitaba a la Motte-Giron a toda la nobleza de la
región. Tenía dos hijas: Anne, la mayor, era una
lagarta.
Jeanne, la más joven, en edad casadera, escondía
bajo la
apariencia de la ingenuidad una precoz experiencia del mundo. La
señora Lespoisse tenía también dos
hijos de veinte
y veintidós años, muy hermosos y muy agraciados,
uno
dragón y el otro mosquetero. Yo diría que era
mosquetero
negro. No lo parecía cuando iba a pie, pues los mosqueteros
negros se distinguían de los grises no por el color de su
uniforme, sino por los arreos del caballo. Tanto unos como otros
llevaban vestidura de tela azul con adornos en oro. En cuanto a los
dragones, se reconocían por una especie de gorro de piel
cuya
cola caía galanamente sobre la oreja. Los dragones
tenían
la reputación de malos diablillos, como testimonia la
canción:
Vienen los dragones:
Mamá, salvémonos.
En vano se habría buscado en los dos regimientos de dragones
de
Su Majestad un tan gran ladrón, un rompevirgos tan
grande y
un tunante tan bajo como Cosme de Lespoisse. Su hermano, a su lado, era
un honesto muchacho. Borracho y jugador, Pierre de Lespoisse gustaba a
las mujeres y ganaba a las cartas; éstos eran los
únicos
medios de vida que se le conocía.
La señora de Lespoisse, su madre, sólo
llevaba aquel
gran tren, en la Motte-Giron, para engañar. En realidad, no
tenía nada y debía hasta su dentadura postiza.
Sus
vestidos, el mobiliario, la carroza, los caballos y los sirvientes le
habían sido prestados por algunos usureros de
París, que
amenazaban con quitárselos si no casaba pronto a una de sus
hijas con algún caballero rico, y la honesta Sidonie
temía de un momento a otro encontrarse desnuda
en una casa
vacía. Necesitada de un yerno, rápidamente puso
sus ojos
en el señor de Montragoux, a quien consideraba un simple,
fácil de engañar, muy dulce y presto al amor bajo
una
ruda y arisca apariencia. Las hijas estaban al tanto de sus
propósitos y, en cada encuentro, acribillaban al pobre Barba
Azul con guiños que atravesaban su corazón.
Rápidamente fue cediendo a los poderosos encantos de las dos
señoritas de Lespoisse. Olvidando su juramento, no pensaba
más que en desposar a una u otra, pues encontraba a ambas
igualmente bellas. Tras algunos retrasos, causados menos por sus
indecisiones que por su timidez, se presentó de punta en
blanco
en la Motte-Giron e hizo su petición a la señora
de
Lespoisse, dejando a su elección cuál de sus
hijas
debía darle. La señora Sidonie le
respondió
complacida que le tenía en alta estima y que le autorizaba a
cortejar a la señorita de Lespoisse que prefiriera.
- Disfrutad, señor, le dijo. Seré la primera en
aplaudir vuestro éxito.
Para conocerlas, Barba Azul invitó a Anne y Jeanne de
Lespoisse con su madre, sus hermanos y una multitud de damas y
gentileshombres a pasar quince días en el castillo de
Guillettes. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes,
festines, colaciones y diversiones de todo tipo.
Un joven que la señoras de Lepoisse llevaron, el
caballero
de la Merlus, organizaba las batidas. Barba Azul tenía las
más hermosas jaurías y los más bellos
equipamientos de la zona. Las damas rivalizaban en ardor con los
gentileshombres en la persecución del ciervo. No se acosaba
siempre al animal, pero los cazadores y las cazadoras se extraviaban en
parejas, se reencontraban y se volvían a perder en el
bosque. El
caballero de la Merlus acompañaba con preferencia a Jeanne
de
Lespoisse. Con la noche, cada uno volvía al castillo,
emocionado
con sus aventuras y contento por la jornada. Después de unos
días de observación, el buen señor de
Montragoux
prefirió decididamente a Jeanne, la menor de las hermanas,
que
era más fresca, lo que no quiere decir más
inocente, a la
mayor. Mostró su elección, que no
tenía que
esconder pues era honesta y sin añagazas. Hizo la corte a la
señorita lo mejor supo: le hablaba poco, falto de costumbre,
pero la miraba mientras giraba unos ojos terriles y sacaba de sus
entrañas unos suspiros capaces de tumbar un roble. A veces
reía y la vajilla vibraba y los cristales resonaban. Alejado
de
toda sociedad, no se percató de las atenciones del caballero
de
la Merlus hacia la hija menor de la señora de Lespoisse o,
si se
dio cuenta, no lo vio mal. Su experiencia con las mujeres no era
suficiente como para que sospechara y no desconfiaba de quien amaba. Mi
abuela decía que la experiencia, en la vida, no sirve de
nada y
que se es lo que se fue. Creo que tenía razón
y la
historia verdadera que estoy trazando aquí no la contradice.
Barba Azul desplegaba en estas fiestas una rara magnificencia. Llegada
la noche, miles de antorchas iluminaban la entrada del castillo y las
mesas, servidas por muchachos y muchachas disfrazados de faunos y de
dríades, tenían todo lo que, producido por los
campos y
los bosques, es agradable al paladar. Los músicos no cesaban
de
tocar bellas sinfonías. Hacia el final de la comida, el
maestro
y la maestra de la escuela, seguidos por los chicos y las chicas de la
villa, se presentaban ante los comensales y leían una
alabanza
al señor de Montragoux y a sus huéspedes. Un
astrólogo con gorro puntiagudo se acercaba a las damas y les
anunciaba sus amores futuros tras mirar las líneas de sus
manos.
Barba Azul daba bebida a todos sus vasallos y él mismo
repartía pan y carne a las familias pobres.
A las diez de la noche, por miedo al sereno, el grupo se retiraba al
interior, iluminado por una multitud de velas, donde encontraba mesas
con todo tipo de diversiones: cartas, billar, ajedrez, dados. Barba
Azul era constantemente desafortunado en los diversos juegos, en los
que perdía cada noche ingentes sumas. Lo único
que lo
consolaba de esta mala suerte era ver a las tres señoras de
Lespoisse ganar mucho dinero. Jeanne, la menor, participaba siempre con
el caballero de la Merlus y amasaba montañas de oro. Los dos
hijos de la señora de Lespoisse conseguían
también
buenos beneficios y eran los juegos más azarosos los que les
favorecían de forma más invariable. En esto
estaban hasta
bien entrada la noche. Apenas si se dormía durante estos
maravillosos festejos y, como dice el autor de la más
antigua
historia de Barba Azul, "pasaban la noche haciéndose
diabluras
los unos a los otros". Estas horas eran con mucho las más
dulces
de la jornada pues, bajo la apariencia bromas y con el favor de las
sombas, quienes tenían inclinaciones mutuas se
escondían
juntos en el fondo de una habitación. El caballero de la
Merlus
se disfrazaba de diablo, de fantasma, de hombre lobo para asustar a
quienes dormían, pero siempre terminaba por colarse en el
dormitorio de la señorita Jeanne de Lespoisse. El buen
señor de Montragoux no era olvidado durante estos juegos.
Los
dos hijos de la señora de Lespoisse metían en su
cama
polvos picapica y quemaban en su habitación sustancias que
despedían un olor fétido. O bien
ponían sobre su
puerta una palangana llena de agua, de manera que el buen
señor
no podía abrirla sin que el líquido
cayera sobre su
cabeza. En fin, le gastaban toda suerte de bromas con las que el grupo
se divertía y que Barba Azul aceptaba con su dulzura
habitual.
Por fin hizo su petición, que la señora de
Lespoisse
aceptó, bien que su corazón se desgarraba, dijo,
al
pensar en el matrimonio de sus hijas. La boda se celebró en
la
Motte-Giron con una magnificencia extraordinaria. La
señorita
Jeanne, de una belleza sorprendente, iba toda vestida de encajes y
peinada con mil bucles. Su hermana Anne llevaba un terciopelo verde
bordado en oro. El atavío de su señora madre era
de oro
rizado con felpillas negras y un juego de perlas y diamantes. El
señor de Montragoux había cosido sobre un traje
de
terciopelo negro todos sus grandes diamantes. Tenía un
manífico aspecto y una expresión de inocencia y
timidez
que contrastaba agradablemente con su mentón azul y su
fuerte
envergadura. Sin duda, los hermanos de la novia iban galanamente
ataviados, pero el caballero de la Merlus, de terciopelo rosa bordado
con perlas, despedía un brillo sin igual.
Tan pronto como se celebró la ceremonia, los
judíos que
habían prestado a la familia y al amigo de la
recién
casada esos bellos trajes y aquellas ricas joyas, recogieron
todo
y rápidamente se lo llevaron a Paris.
IV
Durante algunos meses, el señor de Montragoux fue el
más
feliz de los hombres. Adoraba a su mujer y la veía como un
ángel de pureza. Era todo lo contrario, pero otros
más
expertos que el pobre Barba Azul
serían engañados
como él porque ella, hábil y astuta, se dejaba
dócilmente gobernar por su madre, la más
diestra
sinvergüenza del reino de Francia. Esta señora se
estableció en Guillettes con Anne, su hija mayor, sus dos
hijos,
Pierre y Cosme, y el caballero de la Merlus, quien no dejaba a la
señora de Montragoux, en cuya sombra se había
convertido.
Esto fastidiaba un tanto al buen marido, quien habría
querido
guardar a su mujer para él solo, pero a quien no
ofendía
la amistad que ella sentía hacia el joven gentilhombre
porque le
dijo que era su hermano de leche.
Charles Perrault cuenta que un mes después de la boda, Barba
Azul se vio obligado a hacer un viaje de seis semanas por un asunto
importante, pero parece ignorar los motivos del mismo y se ha supuesto
que se trató de un estratagema a la que recurrió,
según la costumbre, el marido celoso para sorprender a su
mujer.
La verdad es otra: el señor de Montragoux fue a Perche para
hacerse cargo de la herencia de su primo d'Outarde, muerto
gloriosamente de un cañonazo en la batalla de las Dunas,
mientras jugaba a los dados sobre un tambor.
Antes de partir, el señor de Montragoux rogó a su
esposa
que se distrajera lo más posible durante su ausencia.
- Haced que vengan vuestras amigas, señora, le dijo,
y pasead; divertíos y comed bien.
Le dio las llaves de la casa, señalando así que,
durante
su ausencia, ella era la unica y soberana señora de todo el
señorío de Guillettes.
- Éstas, le dijo, son las llaves de los dos grandes
guardamuebles; ésta la de la vajilla de oro y de plata, que
no
se usa a diario; estas otras las de mis cofres, donde está
mi
oro y mi plata; éstas, las de las cajas donde guardo mis
piedras
y aquí está la maestra que abre todas las
habitaciones.
La pequeña es la llave del gabinete que está al
final de
la gran galería de la planta baja. Abridlo todo, recorredlo
todo.
Charles Perrault pretende que el señor de Montragoux
añadió:
- Pero en este pequeño gabinte os prohibo entrar y os lo
vedo de
tal forma que si lo hacéis nadie os librará de mi
cólera.
El historiador de Barba Azul, al hacerse eco de estas palabras, comete
el error de adoptar, sin contrastarla, la versión urdida,
tras
los acontecimientos, por las señoras de Lespoisse. El
señor de Montragox se expresó de otra forma.
Cuando dio a
su esposa la llave del pequeño gabinete, que no era otro que
el
de las princesas desaforunadas, del que hemos hablado ya en muchas
ocasiones, dejó constancia a su querida Jeanne de su deseo
de
que no entrara en un apartamento que veía como funesto
para su felicidad doméstica. Por él, en
efecto, su pimera mujer, la mejor de todas, huyó
con su
oso; allí Blanche de
Gibeaumex lo engañó en numerosas ocasiones con
diferentes
getileshombres; ese suelo de porfirio estaba manchado con la sangre de
una criminal adorada. ¿No era suficiente para que el
señor de Montragoux asociara ese gabinete a crueles
recuerdos y funestos presentimientos?
Las palabras que dijera a Jeanne de Lespoisse traducían las
impresiones y los deseos que agitaban su alma. Helas aquí
textualmente:
- Nada os oculto, señora, y creería ofenderos si
no os
diera todas las llaves de una posesión que os pertenece.
Podéis, por lo tanto, entrar en este pequeño
gabinete
como en las restantes habitaciones; pero, si me creéis, no
lo
haréis, en consideración a unos recuerdos
dolorosos y a
unos malos presagios que éstos han hecho nacer en mi
espíritu, a pesar de mí mismo. Me
entristecería
que os ocurriera alguna desgracia o que yo os expusiera a
algún
infortunio. Ved, señora, estos temores, felizmente sin
razón, como el efecto de mi inquieta ternura y de mi
vigilante
amor.
Tras estas palabras, el buen señor abrazó a su
esposa y partió hacia Perche.
"Las vecinas y las amigas, narra Charles Perrault, no esperaron
a que se las requiriera para ir junto a la joven recién
casada,
tanta impaciencia tenían por ver las riquezas de su casa. Ya
recorrían las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas,
todos más bellos y ricos que los otros, y no cesaban de
exagerar
y de envidiar su buena suerte."
Todos los historiadores que han tratado este asunto añaden
que
la señora de Montragoux no se divertía al ver
todas estas
riquezas, a causa de la impaciencia que sentía por abrir la
puerta del pequeño gabinete. Nada más cierto y,
como
dijera Perrault, "tenía tanta curiosidad que, sin pensar que
era
de mala educación abandonar su
compañía,
descendió por una pequeña escalera, con tanta
precipitación que temió romperse el cuello en dos
o tres
ocasiones". El hecho no admite dudas, pero lo que nadie ha dicho es que
estaba tan impaciente por penetrar en ese lugar porque
allí
la esperaba el caballero de la Merlus.
Desde su establecimiento en el castillo de Guillettes, ella se
veía en el pequeño gabinete con el joven
gentilhombre
todos los días, dos veces mejor que una, sin cansarse de
esos
encuentros tan poco convenientes en una joven casada. Es imposible
dudar sobre la naturaleza de las relaciones entre Jeanne y el
caballero: de ninguna manera eran honestas ni inocentes. Si la
señora de Montragoux sólo hubiera atentado contra
el
honor de su esposo, sin duda, se habría expuesto a la
reprobación de la posteridad, pero hasta el moralista
más
austero le encontraría excusas. Alegaría
en favor de
una muchacha tan joven las costumbres de la época, los
ejemplos
de la villa y de la Corte, lo efectos de una mala educación,
los
consejos de una madre perversa, pues la señora Sidonie de
Lespoisse favorecía los galanteos de su hija. Los sabios le
perdonarían una falta demasiado dulce para merecer los
rigores.
Sus errores habrían parecido demasiado ordinarios para ser
considerados como grandes y todo el mundo habría pensado que
hacía lo mismo que las otras. Pero Jeanne de Lespoisse no se
contentó con atentar contra el honor de su marido, sino que
lo
hizo también contra su vida.
Fue en el pequeño gabinete, también conocido como
gabinete de las princesas desafortnadas, donde Jeanne de Lespoisse,
señora de
Montragoux, acordó con el caballero de la Merlus la muerte
de un
esposo fiel y tierno. Ella declaró después que,
al entrar
en este cuarto, vio suspendidos los cuerpos de seis mujeres asesinadas,
que sangre seca cubría las losas y que, al reconocerlas
como
las seis primeras mujeres de Barba Azul, previó la suerte
que le
esperaba a ella misma. En todo caso, podría tratarse de las
pinturas de las paredes, que había confundido con
cádaveres mutilados, y sus alucinaciones serían
semejantes a las de lady Macbeth. Pero es muy probable que Jeanne
imaginara este horrible espectáculo y después lo
recontruyera para justificar a los asesinos de su esposo calumniando a
la víctima. La muerte del señor de Montragoux fue
premeditada. Algunas cartas que he podido ver me obligan a pensar que
la señora Sidonie de
Lespoisse participó en el complot. En cuanto a la hija
mayor, se
puede decir que fue su alma. Anne de
Lespoisse era la peor de la familia: ajena a las debilidades de los
sentidos, permanecía casta en medio de los
desórdenes de
su casa no porque rechazara unos placeres que consideraba indignos de
ella, sino porque sólo encontraba placer en la crueldad.
Ella
embarcó a sus dos hermanos, Pierre y Cosme, en el asunto con
la
promesa de un regimiento.
V
Nos falta reconstruir, a partir de los documentos auténticos
y
de testimonios fiables, el más atroz, el más
perfido y el
más vil de los crímenes domésicos del
que se tiene
memoria hasta nuestros días. El asesinato cuyas
circunstancias
vamos a exponer, sólo podría compararse al
cometido la
noche del 9 de marzo de 1499 en la persona de Guillaume
de Flavy por Blanche d'Overbreuc, su mujer, que era joven y menuda, el
bastardo de Orbandas y el barbero Jean Bocquillon. Ahogaron con la
almohada a Guillaume, lo golpearon y le rajaron el cuello como a un
becerro. Blanche d'Overbreuc probó que su marido
había
decidido hacer que la mataran, mientras que Jeanne de Lespoisse dio una
muerte infame a un amante marido. Narraremos los hechos tan sobriamente
como nos sea posible. Barba Azul volvió un poco antes de lo
previsto. Es lo que hizo creer falsamente que, por causa de unos negros
celos, quería sorprender a su mujer. Feliz y confiado,
pensó darle una sorpresa, una agradable sorpresa. Su
ternura, su
bondad, su aspecto alegre y tranquilo habría calmado los
corazones más feroces. El caballero de la Merlus y toda la
execrable familia de Lespoisse no vieron en ello más que una
facilidad para atentar contra su vida y quedarse con sus riquezas,
ahora incrementadas con una nueva herencia. Su joven esposa lo
recibió sonriendo, se dejó abrazar y conducir al
dormitorio del matrimonio y en todo complació a este hombre
excelente. Al día siguiente por la mañana le dio
las
llaves que le había confiado, pero faltaba la del gabinete
de
las princesas desafortunadas, llamado comúnmente el
pequeño gabinete. Barba Azul se la pidió con
dulzura. Y,
tras retrasar la entrega algún tiempo con diversos
pretextos,
Jeanne se la devolvió.
Aquí se plantea una cuestión que no es posible
solventar
sin salir del dominio de la historia para entrar en las regiones
indeterminadas de la filosofía. Charles
Perrault dice categóricamente que la llave del
pequeño gabinete era "fée"; es decir, que estaba
encantada, que era mágica, dotada de propiedades contrarias
a las leyes naturales. Al menos así lo concebimos, pues no
tenemos pruebas de lo contrario. Es el momento de acudir a la
máxima de mi ilustre maestro, el señor du Clos
des Lunes,
miembro del Instituto: "Cuando lo sobrenatural se presenta, el
historiador no debe rechazarlo." Por lo tanto, me contentaré
con recordar, sobre la cuestión de esta llave, la
opinión unánime de los viejos
biógrafos de Barba Azul: todos afirman que estaba hechizada.
Esto es de una gran importancia. Primero, esta llave no es el
único objeto creado por la industria humana que se ha visto
dotado de propiedades maravillosas. La tradición abunda en
ejemplos de espadas encantadas. La de Arturo era
mágica, la de Juana de Arco era mágica,
según el testimonio de Jean Chartier, y la prueba que daba
este ilustre cronista es que, cuando la hoja se rompió, los
dos pedazos no pudieron ser unidos de nuevo, por mucho
empeño que pusieran los más hábiles
armeros. Víctor Hugo habla, en uno de sus poemas, de esas
"escaleras encantadas, bajo las que se embrollan siempre". Muchos
autores incluso admiten que hay hombres embrujados que pueden
convertirse en lobos. No intentaremos combatir una creencia tan viva y
tan constante, y nos guardaremos de decidir si la llave del
pequeño gabinete estaba encantada o no, dejando al lector
avisado que discierna nuestra opinión, pues nuestra reserva
no implica nuesta incredulidad. Volvemos a nuestro propio dominio o,
por decir mejor, a nuestra jurisdicción,
donde seremos otra vez jueces de los hechos,
árbitros de las circunstancias, cuando leemos que la llave
estaba manchada de sangre. La autoridad de los textos no se nos
impondrá tanto como para hacérnoslo creer. De ninguna
manera lo estaba. Es cierto que la sangre había corrido en
el pequeño gabinete, pero en una época lejana.
Porque se hubiera limpiado, porque se hubiera secado, la llave no
podía estar teñida y lo que, en su
confusión, la esposa criminal tomó como una
mancha de sangre sobre el acero, no era más que el reflejo
del cielo, aún empurpurado con las rosas de la aurora. El
señor de Montragoux se dio cuenta, a la vista de la
llave, que su mujer había entrado en el pequeño
gabinete. Observó, en efecto, que llave parecía
más clara y más brillante que cuando se la
había dado, y pensó que este pulimento
sólo podía deberse al uso.
Por ello tuvo una penosa impresión y dijo a su joven esposa
con una sonrisa triste:
- Amiga mía, habéis entrado en el
pequeño gabinete. Nada puede ser más enojoso para
ti ni para mí. Esta habitación exhala una
influencia maligna a la que he querido sustraeros. Si no lo he
conseguido, no encontraré consuelo. Perdonadme: cuando se
ama se es supersticioso.
Al oír estas palabras, aunque Barba Azul no pudo asustarla
pues su lenguaje y su tono no expresaban más que la
melancolía y el amor, la joven señora de
Montragoux se puso a gritar hasta desgañitarse:
- ¡Socorro! ¡Me matan!
Era la señal convenida. Al escuharlas, el caballero de la
Merlus y los dos hijos de la señora de Lespoisse
debían arrojarse sobre Barba Azul y atraversalo con sus
espadas.
Pero el caballero, que Jeanne había escondido en un armario
de la habitación, apareció solo. Cuando el
señor de Montragoux lo vio abalanzarse con el sable desnudo,
se puso en guardia.
Jeanne huyó espantada y se encontró en la
galería con su hermana Anne, quien no estaba, como se ha
dicho, en una torre, pues habían sido abatidas por
orden del cardenal Richelieu. Anne de Lespoisse se esforzó
por infundir valor a su dos hermanos, que, pálidos y
titubeantes, no osaban arriesgarse a tal golpe.
Jeanne, ágil y suplicante:
- ¡Rápido! ¡Rápido! Hermanos
míos, socorred a mi amante.
Entonces Pierre y Cosme corren hacia Barba Azul. Encuentran que,
habiendo desarmado al caballero de la Merlus, lo tenía bajo
su rodilla, y ellos, traidoramente, traspasaron, por la espalda, su
cuerpo con las espadas y lo siguieron acuchillando algún
tiempo después de que hubiera expirado.
Barba Azul no tenía herederos. Su viuda se
convirtió en dueña de sus bienes.
Empleó una parte en dotar a su hermana Anne, otra
en comprar los cargos de capitán para sus dos
hermanos y el resto en casarse ella misma con el caballero de la
Merlus, que se hizo un hombre muy honesto desde que se vio rico.