Ariadna o el Camino de la Paz Eterna
Traducción realizada a
partir del texto de la primera
edición conjunta del Crépuscule des
Nymphes,
à Paris, aux Éditions Montaigne, 1925.
Pues, habiendo
llegado las corintias hasta lo
más
profundo, lo más sombrío del bosque, tan desierto
de
bestias y hombres que el silencio parecía
apagarse y dejar
lugar a algo más inefable, retrocedieron un paso,
elevaron sus manos hasta las sienes y, sin ver, sus párpados
abrieron y abrieron sus labios sin hablar.
Temblorosas, pues se sentían atraídas por la
noche, se
abrazaron unas a otras como las almas de los muertos se aferran a la
puerta del Hades y se resisten a entrar.
La voz de Thràses las saca de su aletargante terror:
- Ciertamente, dijo, ésta debe ser una de las entradas del
Tártaro, pero no hay porqué estar asustadas;
ninguna de
vosotras verá las negras antorchas de Perséfone
antes del
día fijado por los Kérès. Al
contrario, es un
día feliz que hay que acoger con alegría...
- No quiero morir, dice Rhéa.
- Oh Thràses, qué quieres decir -pregunta la
sabia
Amaryllis-, pues la muerte también me inquieta y mi alma no
se muestra indiferente cuando sueño con la tumba.
Pero Thráses no discutió a fin de evitarse unas
reflexiones tópicas y, para su propio placer,
desarrolló
sus ideas en un cuento oscuro y sutil.
Las corintias se habían sentado en una roca pulida.
Él,
sin embargo, permaneció de pie, cerca de Clinias y de
Mélandryon, el primero demasiado distraído para entender, el
segundo demasiado sabio para escuchar.
Comenzó lentamente, como si no se atreviera a hablar. Sus
frases eran cortas, su voz indecisa y débil.
I
Un bosque de cedros.
La tarde.
Siete muchachos y siete muchachas caminaban cogidos de las manos.
Habían venido del Ática en un navío
con las velas negras.
Uno de ellos era Teseo, hijo de Egeo, hijo de Pandión, hijo
de Cécrope, hijo de Erecteo.
¡Palmas verdes! ¡coronas de hojas de roble!
¡gritos!
¡triunfos! ¡laureles! ¡manos tendidas!
Acompañad al Héroe...
Acompañad al Héroe...
Habían venido del Ática en un navío
con las velas negras.
Y todos, durante el viaje fúnebre, se habían
emparejado
para reencontrarse -más allá de la muerte- en las
suaves
praderas asfodelas.
Más allá de la horrible muerte a la que les
destinaba el Toro humano, fruto de la vergüenza de Pasifae.
Se habían emparejado; sin embargo, dos de entre ellos
permanecían solitarios: el héroe Teseo, confiado
en sus
manos, y la virgen Miris, que iba tras él.
Y la tarde caía sobre la tierra.
Bajo el follaje horizontal de los cedros, a lo largo del bosque, los
rayos alargados del ocaso se extendían como impalpables y
transparentes hojas de espadas.
Los condenados, de dos en dos, atravesaban lentamente esas
enormes
armas del sol. Sabían exactamente cuándo
llegarían a la entrada del Laberinto.
Después
sería la noche terrible.
Al menos así lo creían, pero Teseo y Miris
tenían otra certeza.
Caminaban.
Caminaban.
Por fin llegaron.
No habían sobrepasado aún el último
rayo de sol
cuando escucharon a sus espaldas unos pasos rápidos sobre
las
hojas muertas.
Se volvieron. Una mujer estaba allí, parada.
Tenía una hermosa figura, calzaba correas estrechas y
llevaba la
túnica corta de las seguidoras de Artemisa. La tela blanca,
prendida a la espalda por dos broches de oro repujado, se
ceñía a la cintura y dejaba al descubierto sus
delicadas
rodillas. Una diadema de plata brillaba sobre el rico ornamento de sus
cabellos, algunos de los cuales estaban trenzados y unidos; otros,
recogidos y anudados al estilo laconio, con más gracia que
artificio. En sus ojos, oscuros y claros al tiempo, se dejaba ver tal
ferocidad que a todos pareció la princesa de Creta,
Ariadna, hija de Minos y nieta del Sol.
Hizo una señal: Teseo se acercó. Hizo
otra: los
demás se apartaron y volvieron un tanto sobre sus pasos
hasta
una mancha ígnea que provenía del más
rojo
occidente.
Ella, jadeando aún y con las mejillas calientes,
sonrió
entrecerrando los párpados. Extendió sus brazos,
apartó de las sienes del Héroe sus amontonados
bucles
negros.
- Eres hermoso, dijo con alegría. Él se
calló.
No lo tuvo en cuenta y prosiguió: "Sé que vas a
matar al
Minotauro y que todos los dioses impulsarán tu mano
cuando
estrelles contra la piedra el hocico salvaje y hosco. Pero
¿cómo saldrás de esa inextricable
cripta?
Vencedor y llevando en alto la sangrante cabeza del Solitario,
morirás en los pasadizos sin salida, entre dos muros siempre
iguales, y aquello que la Fuerza te dio, el Olvido sordo lo
hará
perecer. No sabes que ese palacio es un torbellino de piedra y que
quien entra no puede salir. Mas yo he pensado en ti, hijo de Egeo
Pandionida, y entre mis pechos llevo tu salvación.
Introdujo la mano en su túnica y extrajo una bola verde.
- Mira -prosiguió ella-. Es mi hilo de Mileto, fino como uno
de
mis cabellos y largo como el contorno de la isla. Con él
habría tejido verdes vestiduras para todas las ninfas de
este
bosque o un vaporoso velo para el mar. Tómalo. Lo
desenrollarás por completo hasta la recóndita
estancia
del Monstruo. Y lo seguirás para volver hasta la luz.
Se volvió hacia las víctimas.
- Estáis salvados, gritó.
Todos corrieron, excepto Miris.
Teseo tomó la madeja de hilo y preguntó:
- ¿Quién eres?
- Soy tuya.
- ¿No puedo decir tu nombre?
- Ariadna, siete veces hija de Zeus por los abuelos de mi padre, que es
Minos, rey de Creta. Pero si otro nombre te place, dilo y
será
el mío.
Como si se inclinara hacia el oriente, miró los
ojos de Ariadna. Y sin decir nada penetró en el laberinto.
- Teseo, Teseo, lo llamó.
- Teseo, detente. No puedo esperar. ¡Quiero ir!
¡Quiero
verte! Ansío contemplar tu sangrienta victoria.
¡Entra! Yo
llevaré el hilo y, cuando hayas abatido a la Bestia,
besaré tus bellas manos heridas por los cuernos y
serás
mi esposo en el lugar de tu triunfo.
Cuando entró tras los pasos de él en la noche
dedaliana,
fijó en una roca el cabo el hilo verde; pero cuando
salió
en brazos del Héroe, dejando escapar la madeja de su mano
cerrada, el mojón que les ataba a la vida era el pobre
cuerpo
estrangulado de Miris.
II
Entre el bosque y el mar.
La mañana.
Una calita pura y amarilla.
Ariadna, dormida en la isla de Naxos, se despierta sin abrir
los
ojos, pues quería recordar todo lo que había
sucedido
desde el primer día en que la contemplación de
Teseo
había hecho nacer en ella una segunda Ariadna desconocida.
Los cedros, las espadas solares, la entrada del abismo edificado, las
víctimas vestidas de blanco, el Héroe sin arma ni
casco,
el hilo, el mojón, los pasadizos, los pasillos bruscamente
acodados, el interminable descenso, el interminable ascenso, la Bestia,
la nariz babosa, los cuernos, las manos monstruosamente largas, la
corta lucha, la sangre sobre la tierra, el retorno a través
de
las tinieblas, el adorado reencuentro con la luz, el rocío
sobre
la hierba, la tarde sobre las copas de los cedros, el tranquilo
caminar,
la partida, el primer balanceo del barco, el olor del mar, el color de
la noche, la frescura del alba, y el segundo día y el
segundo
crepúsculo y el desembarco.
Sabía que había dormido junto
al Matador, al lado de
su gloria, y se despertó con una felicidad perfecta
ante la
perspectiva de una vida igualmente feliz y cierta.
Extendió su mano, que toca la tierra, busca, gira, retrocede
sorprendida. Siempre la hierba o la arena o las frías flores
o
el barro.
Lo llama:
- ¡Teseo!
Abre los ojos y la boca y se levanta y levanta los dos brazos y un
horrible sudor resbala de sus cabellos. Ni al lado ni delante ni a sus
pies ni en sus brazos...
Corrió hacia la mar, el barco había zarpado.
Lejos, entre el cielo y las olas, un pajarillo negro huía,
nao
veloz que llevaba la fortuna de Teseo tan lejos que apenas la vista la
distinguía y el grito desesperado murió antes de
ser
oído.
¡Loca! Tiró su túnica a las
rocas, entró en el mar. Las olas golpeaban sus muslos
erizados. El agua alcanzó
su vientre.
Gritó:
- ¡Oh Poseidón, Rey de los campos glaucos, Pastor
de las
flotas, elévame, llévame hasta quien es yo misma.
Poseidón la oyó, pero no atendió su
ruego. Un agua
milagrosa arrebató a la quejumbrosa Ariadna y la
dejó
dulcemente sobre la espesa espuma.
Y el barco desapareció para siempre tras la muralla del mar.
En el mismo instante, un gran ruido, la muchedumbre, los gritos
pánicos, el crujido del suelo de los bosques.
- ¡Io! ¡Evohé!
¿Quién está en camino,
quién está en camino?
Las Bacantes descendían a toda prisa de las
montañas y
los sátiros y los faunos, y todo el cortejo se atropellaba
bajo
los tirsos.
- ¡Quién está en el camino!
¡Quién
vuelve a casa! ¡Yaco! ¡Yaco!
¡Evohé!
Llevaban pieles de zorros prendidas del hombro izquierdo.
Sus manos agitaban ramas de árboles y sacudían
guirnaldas
de hiedra. Sus cabelleras estaban tan cargadas de flores que las nucas
se
inclinaban hacia atrás; el canal de sus pechos era un arroyo
de
sudor, los reflejos de sus muslos eran unos ocasos y sus
gritos
se moteaban de saliva.
- ¡Yaco! ¡Dios hermoso! ¡Dios
poderoso!
¡Dios vivo! ¡Yaco, dirige la orgía!
¡Yaco, azota y guía! ¡Excita a la
multitud!
¡ Reprime el tropel y los rápidos pies!
¡Somos
tuyos! ¡Somos tu aliento! ¡Somos tus turbulentos
deseos!
He aquí que de repente ven a Ariadna.
Entonces se precipitan sobre ella, la cogen de los brazos y las
piernas, arrancan sus tristes cabellos. La primera toma su cabeza y,
apretando el pie sobre la espalda, la tronchó como una flor
pesada; las otras descuartizaron sus miembros; la sexta raja su
vientre y extrae la pequeña matriz; la séptima,
lanzándose sobre el pecho, le arrancó de
cuajo el corazón.
¡El Dios! ¡El Dios ha llegado!
Ellas van hacia él blandiendo sus trofeos...
Estaba desnudo, coronado de pámpanos. Una piel de cervatillo
cuelga de sus riñones. Llevaba una copa de boj.
Dijo:
- Soltad esos pobres miembros.
Las bacantes los arrojaron a la tierra y, despedidas con un gesto,
corrieron por la montaña como perseguidas por
tábanos.
Entonces, inclinó su copa vacía
que, maravillosamente, gotea. Se reunieron los miembros y el
corazón comenzó a latir de pronto y Ariadna,
desconcertada, se apoyó sobre su mano.
- Oh Dioniso, dijo.
La noche clara y sombría venía del mar.
El Dios le tendió sus dedos y habló con voz grave
y tierna.
- ¡Levántate! Yo soy el despertar.
¡Levántate! Yo soy la vida.
Dame tu mano...
Ven hacia mí...
Éste es el Camino de la Paz Eterna.
III
Un barranco alto y yermo.
La noche.
La calma.
- ¿Qué ha ocurrido? Preguntó Ariadna.
No sé su nombre. Recuerdo que me dejó.
- Era necesario -respondió el Dios-, era necesario que te
dejara, pues es la ley del amor en que confiabas. Quienes piden no
serán amados; quienes sean amados se marcharán.
Por eso
estabas equivocada. Pero hoy estás en la verdadera
vía,
en el Camino de la Paz Eterna.
- Oh Rey Dioniso, ¿cuál es esta paz?
- ¿No la sientes?
- Es verdad. Ya no soy Ariadna. No siento las piedras ni las
hojas
bajo mis pies, en otro tiempo doloridos. Tampoco siento la frescura del
aire. Sólo siento tu mano.
- Sin embargo, no te estoy tocando.
- ¿Dónde me llevas, Dios adorado?
- Nuca más verás un sol demasiado brillante ni
una noche
excesivamente tenebrosa. Nunca más sentirás ni
hambre
ni sed ni amor ni fatiga. Y del peor de los males, el miedo a
la
muerte, estás libre, Ariadna, pues en realidad ya
estás
muerta. Y mira qué felicidad.
- ¡Oh! Jamás pensé que se pudiera ser
feliz sin el pernicioso Amor.
-Mírame...
- Te veo. Te veo. Oh Salvador, ¿hacia dónde me
conduces?
- El país al que vas es impreciso, crepuscular, uniforme,
incoloro, ligero. La hierba, tan palida como el cielo y el agua, se
semeja a las flores. El aire siempre está inmóvil
y la
claridad es misteriosa como un día de invierno o una noche
de
verano. No se sabe si el día asciende de la tierra o
desciende
del firmamento. Los capullos no eclosionan jamás, las
corolas
nunca caen, no hay pájaros en las ramas y el ruido de seis
mil
millones de almas es un silencio inefable. No tendrás ojos:
¿para ver qué? No tendrás manos:
¿para
tocar qué? No tendrás labios, estarás
liberada de
besar. Pero la sombra de la realidad subsistirá en torno a
ti.
La vida eterna es un sueño sin alegrías ni penas,
sin
deseo ni gozo. Nunca más sentirás dolor.
- ¿Vivirás tú también en el
país que me prometes?
- Yo soy el Dominador de las sombras, el Señor del Agua
Infernal. Me siento sobre un trono de tinieblas; mi dedo levantado
atrae hacia él las almas y, desde lo más lejano
del
mundo, se arremolinan, se aquietan, baten sus alas bajo mi mirada.
Llevo una corona de pámpanos porque, así como el
racimo
cortado revive bajo los pies en el lagar y chorrea rojo vino, la
angustia de la muerte se transfigura milagrosamente en la ebriedad de
la resurrección. Llevo en la mano una espiga de trigo maduro
porque, así como el grano podrido renace en la nutricia
tierra y se convierte en hierba viva, el dolor y la inquietud germinan,
florecen y se extasían en la gran paz eterna, a la que tú
vas.
- ¿Y estaré lejos de ti, pobre alma solitaria en
la multitud?
- No. Reinarás a mi lado, oh Reina de las bellas trenzas. Y
reflejarás en tu rostro la calma inefable de las praderas
subterráneas. A ti te verán en primer lugar las
almas de
los muertos y tendrás un gozo negado a los mismos Dioses:
ver
nacer la beatitud en los ojos, tranquilos para siempre, de los
incorruptibles Espíritus.
- ¡Oh Dioniso!...
Y elevó los brazos hacia él.
- ¿Eso es todo? Dijo Philinna.
- No diré más.
Y Rhea desconcertada:
- ¡Pero es Persófene la reina de los infiernos!
- Sí, repuso Thràses.
Entonces Mélandryon, que había oído el
final del cuento mítico, se llevó a parte al
narrador y con una mirada penetrante:
- No has dicho lo que pensabas.
- No. Cuando Dioniso habló así a la hija de
Minos, la verdad es que la anonadaba. Pero por la relación
de felicidades futuras, ¿no le dio más
alegrías que las prometidas? Acabo de hacer por estas
mujeres lo que él hizo por Ariadna. No les abras los ojos.
Es mejor dar confianza que cumplir los juramentos, pues la esperanza es
más dulce que la conquista.
- La añoranza es más dulce que la esperanza.
- Las mujeres no lo saben.


Esta traducción,
realizada por José Luis Gamboa,
está bajo una licencia
de Creative Commons.