El Acariciador compasivo
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Lo conocí en 1864, cuando apenas era un adolescente. Vivimos
juntos más de veinte años y lo quise como
raramente se quiere a un hermano.
Hoy que el infeliz casi ha descendido con los muertos, puedo decir que fui
para él el educador más diligente, más
atento, más devoto.
Todo lo que hubo de bueno en su pobre alma -ahora tan vacía
como los graneros de la Hambruna-, lo recibió de mi boca,
de
noche, como son alimentadas las crías de
águilas, a las que aterroriza la luz.
Tomaba prestado de la lámpara de los altares, de la
lámpara que no se apaga, la llama tanquila y derecha
que necesitaba para desatorar una inteligencia creadora por
naturaleza de tinieblas.
Como yo era el mayor, lo tomé sobre mis hombros y, durante
un tercio de mi triste vida, lo llevé hacia el
rosetón de los horizontes, alejándolo cada
día
un poco más de los niveles fangosos, a medida que yo mismo
crecía. Y jamás tuve agujetas por esta carga.
Me habría horrorizado quejarme. Estaba tan seguro
de haber
arrancado una presa al Dios de la Estupidez, una presa tanto
más preciosa cuanto parecía, a priori,
pertenecer por origen al Cautivador de la multitud.
Némorin Thierry había sido recolectado
de una rama baja del árbol de la
Burguesía cuyos frutos se pudren tan pronto como rozan con
el sol.
En consecuencia, tenía de sus autores un espíritu
muy abierto a las ideas mediocres y retráctil a cualquier
impresión de orden superior.
Pedagogía más que difícil, proeza
continua. Era necesario, con una mano, tapar el hoyo y, con la otra,
lubrificar los pequeños conductos, remover el terreno y
trasplantar lo silvestre, quitar las larvas y amugronar, todo a la vez.
Era indispensable alejar a este pobre de sí mismo,
tamizarlo, filtarlo, inaugurarlo, acondicionarle, de alguna manera, un
pequeño fantasma más vivo que le sonsaque
poco a poco su identidad.
Aparentemente, los resultados fueron tales que estoy excusado por
haberme considerado un taumaturgo, al punto de olvidar la ley formal de
regresión a su tipo original, de los animales o de los
vegetales, cuando se interrumpe la cultura.
Tuve la desgracia de no oír las incesantes advertencias del
escaramujo primordial e indefectible.
En una palabra, creí que el pobre Némorin
podía caminar él solo y, habiéndolo
llevado veinte años, cometí la imprudencia
irreparable de depositarlo en el suelo.
En lo que se convirtió, no sé cómo
tendré fuerzas para contarlo, pero
¿cómo podía suponer que tantos
esfuerzos serían tan completa, tan abominablemente perdidos
desde el primer momento y sin más pago que esta amargura
infinita de comprobar al fin su inutilidad?
***
Se le llamaba el dulce Thierry y no era una antífrasis. Era
dulce como los plumones de las palomas, dulce como los santos
óleos, dulce como la luna.
Que no se me suponga ninguna exageración. Era tan dulce que
no se podía imaginar un individuo perteneciente al
género masculino y, por lo tanto llamado a la
reprodución de la especie, que le pudiera aventajar.
Se fundía en la mano como si fuera de chocolate, lenificaba
el entorno, recordaba a los más sedosos capullos de
los gusanos. Nada podía encolerizarlo, excitar su
indignación, y ésta fue la
desesperación de un educador empeñado en
virilizar la nada: jamás conseguir ni el más
pálido brillo, por más furiosamente que atizara y
avivara esa consciencia gelatinosa.
Muchas veces me propuse tranquilizarme al suponerlo una de esas
naturalezas que pido permiso para denominar como
eucarísticas, "empapadas en ambrosía y miel",
decía Chénier, cuya fuerza consiste precisamente
en aguantarlo todo y que parecen puestas en los confines de las turbas
humanas a fin de amortiguar las colisiones o las avalanchas
Pero este estado sólo es posible acompañado de la
predestinación teológica y, por desgracia, -lo
reconocí demasiado tarde- ciertas apetencias u oscuras
veleidades descartaron por completo la hipótesis del
"recipiente elegido", en la que se complacía mi simpleza de
preceptor.
El dulce Thierry sólo era un cerdito y pertenecía
a la raza poco dominadora de los Acariciadores compasivos.
¿Cuándo comenzó a acariciar y a
compadecer? ¿En qué abril de nefasta
germinación se desarrolló de golpe esta
inclinación bífida? Dios lo sabe. Ni siquiera
él mismo habría podido decirlo, cuando
aún parecía capaz de decir alguna cosa y de
articular sonidos verdaderamente humanos.
Lo que sé bien es que un hermoso día se
encontró completamente dominado por la función.
Las estaciones de omnibus, las mantequerías surtidas de
obreritas, los vestíbulos de las estaciones de tren, incluso
las iglesias, fueron los hipódromos de su
elección.
Penetrado por la idea de que necesitaba absolutamente una
compañía, la quiso simple ante todo, y, desde
entonces, por una consecuencia tan necesaria como la
traslación de los Globos, la albúmina de sus
ancestros exigía con rigor que la vulgaridad sentimental
fuera siempre la elegida por su corazón.
Horribles melindrosas mancilladas le parecían unicidades
como la luz del Empíreo. Pero el número era tan
grande que jamás pudo llegar a decidir su querencia.
Don Juan de maduras trotonas y de costureras
galvanoplásticas pendientes de protector, buscó
asiduamente el Objeto ideal entre las masas.
Con una paciencia maravillosa que ningún fiasco
desconcertó, se obstinó en descubrir la tierna
llorona en cuyo seno pudiera posar, como un ramo de mimosas, su frente
limpia y llena de perdones.
Poco dotado, en el aspecto fisiológico, reprobaba en el amor
las pulsiones vivas y no reclamaba, sin duda, más que muy
raramente los gozos inferiores.
Lo que le embriagaba, deleitaba, enloquecía, tiroteaba su
alma de delicias y llenaba toda su persona con el perfume de beatas
languideces era tocar apenas, palpar infinitamente poco, pasear por
aquí y por allá, como la punta del ala del
céfiro, su instrumento táctil; entonces exhalaba
melodiosos y penosos gemidos sobre la triste suerte de los
muguetes y las correhuelas marchitadas que pisan con indelicadeza los
aventureros de la lascivia.
***
Una constancia tan grande debía ser recompensada. Beatriz se
le apareció un día al intinerante de los cielos.
Pueden partirse de risa cuanto quieran, pero así fue. Se
llamaba realmente Beatriz y cosía a máquina.
Némorin la encontró en una casa de comidas y la
acarició sin cansancio durante siete años. Sus
entañas, es cierto, se entreabrieron con frecuencia, incluso
entonces, con infortunios intercalados que solicitaban su pizzicato.
Así, no le fue permitido abandonar completamente su
vocación.
Por su parte, Beatriz no parecía tener ningún
ansia por retenerlo, incluso emprendía, todas las primaveras
y todos los otoños, el licenciamiento de este manoseador
lacrimoso que siempre se le aferraba.
No importa. Ella era el Ideal y sólo la muerte pudo
liberarla.
Cuántas veces, cuando aún pretendía
recuperarlo, cuántas veces, cielos, y con qué ojos
bañados en infinitud, me hablaba como los primeros
cristianos lo hacían de su Dios entre los colmillos de las
fieras.
En fin, lo repito, esta liturgia de pequeños
estremecimientos y de lentos suspiros permitió a la tierra
girar siete veces alrededor del sol.
- ¿Es al menos tu amante? Le pregunté alguna vez.
Interrogación brutal, estoy de acuerdo, que enseguida
hacía que se encerrara en su fanal. Su respuesta negativa
expiraba con un gesto piadoso.
¿Tengo que decirlo? A Beatriz le apestaba la boca y
posiblemente también, creo, sus enormes pies. Era tan pava
que se le veía crecer la carúncula al cabo de un
cuarto de hora de conversación.
Sus maneras correspondían a su figura, que se
habría creido sacada del saladero de un charcutero del
populacho.
Al mismo tiempo hosca hasta hacer abortar a los perros y pudibunda como
la aritmética, acogía sin demasiada acritud en su
purísima cama los sufragios crepusculares de algunos machos
cabríos agotados por el negocio.
El dulce Thierry debió resignarse seis veces sobre diez,
entre lágrimas, a encontrarse la puerta cerrada.
Ocurrió incluso que debió precipitarse por las
escaleras bajo un chaparrón de las más ordinarias
maldiciones. Esto, que le entristecía, le pareció
provenir de un alma completamente divina y cuadruplicó su
fervor.
- ¡Ha sufrido tanto! decía mientras elevaba su dos
manos unidas hacia el azur, tomándolo por testigo.
Beatriz, además, cobraba en dinero o en pequeños
regalos la concesión de este culto y siempre, desde el
principio, dejó admirablemente clara la situación.
Este rascar a la joven le obligó a tragarse
quinientas veces -en diferentes estilos, sin duda, pero con
qué facilidad- las famosas palabras de la
deslumbrante Cortesana: "No me amas ya. Crees lo que ves y no lo que te
digo."
El propio Némorin, en un sublime arrebato de fe, me
dijo algo que me dejó confuso.
- Me lo ha explicado todo, me dijo un día que
encontró unas horas antes en casa de la bien amada un par de
zapatillas de hombre y un soporte con pipas ennegrecidas en su
mayor parte. Ella se lo había explicado todo...
***
¿Y ahora? Ahora es la muerte quien se acaricia y la sucia
muerte, respondo. Es la muerte innoble que no pide compasión
ni se la ofrece a nadie. Es la Muerte líquida...
¡Dios mío! ¡Dios mío! Lo tuve
en mis brazos, a este niño de la Nada, a este hijo de la
Inexistencia, a este gemelo de la Insignificancia y de la
Ilusión, de quien esperaba formar un ser vivo.
Intenté inspirarle mi alma. Trabajé,
sufrí, rogué, grité,
sollocé por él durante años, los
más queridos y los más preciosos de la vida.
Tomé sobre mí las horribles penas que
él no tuvo fuerzas para llevar. Todo lo que un hombre puede
hacer, creo haberlo hecho, ciertamente.
Para que estuviera preparado contra la nada, hice pasar ante
él, desenrollé sobre él,
imágenes que nada borra; me aniquilé para
dibujarle un trampantojo de realidades que no puedan terminar... y ni
siquiera conseguí crear una canalla...
Hoy me pide, como un viejo chocho, de la mañana a la noche,
que no ponga una cruz en su tumba. Es preciso sostener su labio
inferior cuando se le da de comer, con una cucharilla de
estaño.